viernes, 14 de diciembre de 2007

Silencios

Juan Felipe se me quedó mirando con la mirada congelada por un extraño sentimiento. La vergüenza y la rabia se mezclaron de una manera vertiginosa realzando el nocturno color de sus pupilas, mientras que una energía fantasmagórica revivía cual demonio convocado, una pasión guardada en lo profundo de ser de mi hermano.

Sus facciones de burla se volvieron en un instante, muecas de locura y desenfreno. Era un volcán a punto de estallar. Si hubiera sabido que las pasiones maniáticas hacia activar la cruz, jamás habría tocado aquel tema tabú entre nosotros. Pero ya era tarde.

- ¡Yo no lo mate! – Gritó “el jade” con la mayor furia que le he visto a alguien expresar en su vida, y que entre gruñidos rabiosos y suspiros profundos para tomar aliento, seguía gritando ante la mirada absorta de la gente en la plaza de “Pueblo Grande”- ¡Yo no la mate! ¡Fue Mitlante! ¡El lo hizo!- y recuperando el aliento de calma, y una mueca apunto de llanto, dijo - Fue Mitlante, José, fue él, él la maldijo para que cayeron a pedazos,…. para que sufriera, para que se muriera sin remedio-.

-¡Falso!- grite motivado con la rabia que flotaba en ambiente, - ¡yo vi como morían entre tus brazos! ¡Yo la vi con la pinché punta de la cruz clavada en el cuello!- un sentimiento de coraje recorrió de mi cuerpo. Quería matar a Juan Felipe en aquel momento, eran unas ganas abismales que me torturaron desde que vi por coincidencia la muerte de mi madre.

El recuerdo me torturaba en cada instante que lo veía reír, que lo veía enojarse, que lo veía ahí, solo viendo el mundo como si lo importara lo que había hecho. Quería matarlo desde antes, pero no sabía que era ese mi deseo. Al fin había reconocí lo que martirizaba todas la noches con la sensación que tenia algo quehacer. Lo quería matar.

Los deseos asesinos se definieron en mi espalda, y corrieron con la rabia guardada de cada día, hasta mis brazos que querían venganza. Todo este coraje solo me hacia recordar una escena que no nunca olvidaría, pero que siempre era ignorada para no causarme ira.

Era de noche, había ido al pueblo a terminar un negocio grande de la “Siembra Verde” y más que nada a buscar con desenfreno al último doctor que había escapado de la hacienda, dizque por culpa de los malos tratos y la buena paga. Hacia ya dos noches que había huido, pero Zúñiga lo detuvo precisamente en este rancho de “Pueblo Grande”, y usando su amistad y control sobre la verdes locales, no le dejó mover ni un dedo hasta que llegue por él.

-Tu madre no tiene remedio- me dijo cuando lo llevaba de regresó a la hacienda, -va a morir de todos modos, no tengo nada que hacer ahí- dijo y bajó la mirada como viendo los tapetes de la camioneta, bajo sus pies. –Usted la va a salvar o se muere- le grite acercándole mas la veintidós amenazante, motivo por el que me acompañaba – escoja-.

El medico no dijo nada. Solo me miró como dándome el pésame por lo que, según él, no había remedio. – No mastique penas que va poder tragar- me dijo al fin muy serio- lo dos sabemos que va a pasar, no hay que hacernos tarugos-, -cállese- le ordene apuntándole entre sus ojos que reflejaba serenidad, donde veía sin satisfacción el futuro de mi madre.

Hacia tres días que Maria Romero estaba enferma. Era raro, pues “mi jefa” nunca se enfermó de nada, ni cuando todo mundo agonizaba, era ella la buenisana que nos cuidaba a todos. Pero aquella noche fue especial, después de una tarde de puros relámpagos sin ruido, se recostó en el sillón gris de la gran sala de la hacienda para no levantarse.

El doctor le había dicho que no pasaría más de una semana en este mundo, y después se escapo ante las amenazas de todos por no poderle hacer nada. Por eso fui por él a Pueblo Grande, por eso, y por un negocio entre manos, por eso lo traía encaramado contra la pistola para que se acordara de todos sus saberes y hiciera algo, pero nada funcionó.

Llegue a la “Siembra Verde” como alma que lleva el diablo, deje al medico y la carga del negocio en custodia de unos hombres en la sala, y corrí frenético al cuarto de Maria Romero, solo para ver una cama vacía con la sabana en el suelo arrastrada hacia la ventana que daba al jardín.

Estaba enérgico, ido por una inercia que me comía las entrañas, pero esta energía se transformó en coraje cuando lo vi entre los abetos junto a ella. Era Juan Felipe con la cruz de jade entre sus manos chorreantes de sangre, con la punta afilada del símbolo, aun tibia por el líquido rojizo que la recorría. Con un sadismo placentero que se pitaba en sus ojos blancos, idos, y en su sonrisa de satisfacción al tener en una mano, el símbolo de su maldito destino, mientras en la otra, la mujer que le había dado la vida, degollada, respirando con su última fuerza el viento mortuorio que le arrebataba el alma.

Eso había visto aquella tarde, en que relámpagos sin ruido volvieron a pintar la noche, cuando humillado por sus actos y loco de arrepentimiento Juan Felipe desapareció entre las sombras de la sierra, por meses de la “Siembra Verde”, para volver sin recordar donde había estado o con quien, ni siquiera lo que había pasado.

A nadie le dijo aquello, todos olvidaron el hecho al oír en el murmullo, las oraciones un domingo, en honor a un medico que nadie conocía y que había muerto a la ex hacienda Romero, suficiente razón para que nadie comentara nada; y para que, como fiel creyentes y “amigos” de la familia, despidieran en gran funeral a Maria Romero de Hurtado, en Cempatitlán, donde siempre desde aquellos días los rayos de las tormentas emitían enormes truenos semejantes a gritos de dolor perdidos entre la sierra.

Es lo único que me venia a la cabeza, quería matarlo y no sabia como detener aquello, pero cuando alcance la veintidós, que una vez amenazó al menos inocente, para desquitar mi ira al fin. Miré por última vez lo nocturno de su mirada, y mientras recordaba las noches con relámpagos sin ruido; una voz ronca y malévola me detuvo de golpe, era como esta amarrado pero hacia templar de con frió extraño.

Mientras el cielo, que había estado despejado, se cubrió de pronto, por una tormenta muda y negra traída por un viento helado que corría silbando tétrico por los callejones de Pueblo Grande.

sábado, 19 de mayo de 2007

Primeras Verdades

Juan Felipe hablaba extraño. Sus palabras eran como de libro de historia de esos aburridos, que cuentan algo que ya sabes, pero te molesta en volverlo a saber. El “jade” era raro, no extraño ni diferente, solo así, raro. Como en aquellos momentos en viajábamos en “la sheriff”, y su ropa se sacudía por el viento enloquecida. Mientras su mirada era ida y rabiosa, sus facciones expresaban una fuerte satisfacción sádica. Mientras su pecho brillaba con un extraño verde intenso.

Durante unos instantes el tiempo se detuvo. Los segundos eran calmados. De un parpadeo deje de ver los cabellos negros y alborotados de Juan Felipe, que latigueaban sobre su cara rabiosa y poseída. Y el viento que entraba ciclónico por la ventana de la camioneta en la que viajábamos, se convirtió gradualmente en una brisa calida. Y mientras la ventisca se hacia suspiro, y el frió, calor. Mi conciencia se fue diluyendo.

Era un suspiro, si, un soplido caliente que me hizo olvidar donde estaba, y reavivó mi memoria, moviendo mi conciencia al día que vi el poder de cruz de jade en manos de mi hermano, por primera vez.

Era de una tarde de verano. El sol se ocultaba calmado en la línea del horizonte agotado por otra faena, hacia algunas horas que habíamos escapado de la “Siembra Verde”, de Martín, de los malos recuerdos, la tumba de nuestra madre, que nos seguía a todos lados. Queríamos huir de todo, y buscar respuestas con un muerto, Juan Hurtado, nuestro padre que en delirio y bañando en miedo se fue a la frontera con pretextos tontos. Hacia haríamos nosotros.

-¿Que toda madre de Zúñiga no, José?- preguntó feliz Juan Felipe cuando llegamos al pueblo grande, el poblado de mayor caserío cercas de Cempatitlán. Lugar donde pasaba el tren cada tercer día, tierra donde se iba a misa cada jueves por la noche, sucursal y refugio de verdes para zorrear las zonas de la sierra, punto de partida para la distribución de los productos de la “Siembra Verde”. El pinché pueblo feo donde Zúñiga fue a tirar el ombligo, pero en el que nunca vivió.

- No soltó la camioneta- dijó entre risas Juan Felipe, mientras con sus dedos contaba las acciones del Sargento Zúñiga, -nos dio feria, chiva, y lugar pa´ agarrar el sueño,- hizo silencio mientras veía confundido las calles como si anduviera perdido, - Y además nos va hacer el suato cuando pregunte Martín por nosotros- interrumpí quebrándole el instante de silencio.

-Si, si pues es cabrón y ya… – dijo moviendo la mano de la muñeca como si le valiera madre mis palabras, -¿Dónde carajo estaba la vieja covacha de Zúñiga?- preguntó confundido mientras daba vueltas al amplio volante evitando el irregular terreno,- por que este puto rancho esta del carajo -.

-Era pasando la plaza, guey- le dije señalándole con la botella de caña a medio terminar que traía en la mano hacia el lado opuesto de donde estábamos – hasta en este pinche rancho te pierdes, guey, era para el otro lado – le gritaba.

Di la vuelta completa en la angosta calle, volteando la dirección de “la Sheriff”, metió la reversa de golpe haciendo crujir la caja de velocidades, anduvo unos metros así, cambio a velocidad, y acelerando tomó enojado el adoquín que atravesaba la plaza del pueblo para cambiar de calle. – ¿Estas guey? ¿O que te pasa?- le pregunte enojado después de ver por la ventana el resultado de aceleramiento en el suelo: un par de líneas negras de derrape. -¡Por aquí no es pinché jade suato!, ¿Qué no conoces esta rancho o que?- grite encabronado.

-¡No José¡- me contestó aun mas molestó Juan Felipe, mientras frenaba de golpe la camioneta a medio jardín de pueblo grande,- lo conozco bien, venia todos los días a ver a mi puta novia – dijó con tono sarcástico recordándome ayeres en lo que me perdí entre las faldas de una mujer fácil, para que al final me mandara al carajo y me pateara como perro.

Juan Felipe notó el coraje que iba naciendo en mis ojos y siguió por el mismo camino que varias veces le había dado resultado. -¿Qué?- dijo contento por los resultados- ¡Era una piruja, una mala inversión y te puso el cuerno, guey!-. Sentí rabia por dentro, no por la maleza de sus palabras, si no por que eran verdad.

A manera de defensa desde el orgullo grite palabras igual de cierta pero que con mas ganas, -¡Si! ¡Una vieja me arrebato el orgullo cuando le di el cielo! – y tomando aire, lo aturdí diciendo ante la mirada de los curiosos que nos venían discutir a media plaza en la camioneta, grite con todas mis fuerzas una verdad que le dolía -¡Pero tu le quitaste la vida a la mujer que nos la dio a ambos!

El no sabia que yo vi todo cuando ocurrió. Pero al enterarse su coraje aumento amarrándole los músculos. Desconociendo las reacciones, seguí gritándole con coraje, -¡Si jade!¡Se que con tus manos mataste a mi madre con coraje y traición!¡Tu, maldito jade!

martes, 8 de mayo de 2007

Encuentro

¿La cruz de jade?- grité asustado -¿trajiste eso con nosotros?-. ¡Si!- me contestó fieramente Juan Felipe – la traje para protegerla de Mitlante,- y con un tono de poseído prosiguió- él conspira con los dioses del primer sol pues no quieren la gloria para el reino -. ¿Qué?- le interrumpí preguntando confuso -¿Mitlante? ¿Dioses del primer sol? ¿Gloria del imperio?, estas loco, ¡para la camioneta! – ordene. – José Juan –dijo seriamente Juan Felipe, mientras que el tiempo parecía alentarse con sus palabras- voy a contarte algo escucha.

Sus palabras comenzaron a manar extrañamente desde su boca. Como los guerreros que glorioso narran una gran batalla, era un idioma extraño pero mis oídos lo entendían como si fuese mi lengua madre. Aquella historia era de tiempos de guerra en que hombres blancos y barbados llegaron del mar, guiados por el brillo ambicioso del oro y el poder, comenzó narra desde otros ojos.

-Eran tiempos difíciles para el imperio- decía Juan Felipe con sabiduría. Los emperadores de las comarcas caían aterrados ante el yugo del miedo de los nuevos hombres. Que con bestias raras, lengua extraña, dioses invisibles, y armas brillantes, impartían temor desde su llegada a la costa.

Pero no todos era de temor y pesimismo, hubo un rey que no quiso ser sumiso, y busco ayuda en el unido lugar que podía darla. Aquel sitio era, “El Tonatiluca”, el lugar del sol, el lugar de los guerreros muertos que van ahí por ser valientes en la guerra, o para aquellos que tenían el honor de ser sacrificados en nombre de los dioses. Allí yacia desde el principio de los tiempos, en que el mundo fue creado, un gran esfera verdosa donde descansaba el poder que le restó a los dioses al crear el universo.

Aquella era una masa sin forma, de mañana era circular, de día plana, de noche amorfa y variante. Es pura energía, que latía a cada segundo dándole ritmo al mundo. Dice los antiguos que era tal la energía, que a cada latido despedía incandescencia, rayos de luz que se convertían en afiladas piedras, era jade, la piedra sagrada.

Para controlar todo aquel poder, que día a día aumentaba descontroladamente, los seres divinos debieron crear una segunda masa. La piedra, negra como la ceniza de la gran hoguera que dio a luz al mundo. La esfera oscura, que liberaba trozos de obsidiana, equilibraría el poder de la sagrada.

Para ayudar al rey que pedía ayuda, los dioses entraron a lo más profundo del Inframundo. Los comisionados para tal tarea fueron Huitzilopochtli, y dios de la guerra, Quetzalcoatl “El gemelo precioso”, que guiados por el mismo Mitlante, bajaron al reino muerto, volviendo con el corazón de la piedra sagrada que entregaron al rey para que defendiera su comarca.

Pero el rey sucumbió al poder, y sonsacado por el mismo Mitlante, que desde siempre había querido el poder de “la roca sagrada”, traicionó a los dioses y a sus compatriotas.

Las armas brillantes de los hombres barbados bendecidos por el poder del corazón de la piedra sagrada, vencieron al pueblo azteca. Los dioses se tragaron el llanto amargo al ver como los hombres caían.

Pero aquel mal no venia solo, y cuando los hombres blancos se apoderaron poco a poco de aquella tierra. Se cumplió una vuelta de los calendarios sagrados y al no haber sacrificios de purificación, los demonios encerrados desde los inicios del mundo, se escaparon y cual malditos por los dioses, salieron a esparcir el terror por la tierra-.

Estaba pasmado ante la historia que Juan Felipe contaba. No entendía mucho, pero dentro de mí lo sabía todo. El Jade tomo un respiró para continuar con la historia, parpadeo lentamente y siguió hablando.

- Ni los sacerdotes que venia con los hombres barbados, y que adoraban cual herejes a un dios único, pudieron con los terribles males que el mal desató en la tierra. Los ungidos por nuestros dioses trataron de combatir aquella plaga, que destruía montañas y ríos sin piedad. La única forma fue crear una alianza con los opresores.

Un poderoso atravesó los mares, y venido de los cielos del otro lado del mar, llegó a nuestras tierras alabado por los hombres blancos por un nombre extraño.

Salve amigo- gritó alegremente al encuentro de su homónimo, el dios serpiente, y su rostro se envolvió de pronto en seriedad para decir- un problema aqueja a nuestros hombres - –Pensé que no te volvería ver desde la creación del cosmos en el primer sol –contestó el dios de los barbados con voz profunda y sepulcral, y su sonrisa de complicidad dibujó un atardecer en la entonces devastada tierra. –Si – dijo Quetzalcoatl, -ya hace algunos ayeres, pero no olvido un rostro como el tuyo, Yahvé amigo mió, nunca te olvide-

miércoles, 11 de abril de 2007

Lo Vi

-¡Martín, Martín! ¡Despierta cabrón!, ¡Nos vienen siguiendo!- gritaba desesperadamente Juan Felipe mientras que con la mano derecha me sacudida y con la izquierda maniobraba a “la sheriff” que iba como alma que lleva el diablo, -¡Despierta con un carajo!- ordenó mientras me dio una bofetada en la cara.

Hacia ya una semana que habíamos tomado la ruta a la capital, algo habíamos andado, de día manejaba yo, de noche Juan Felipe, parando en las sombras nocturnas solo para llenar el tanque de la camioneta que el sargento Zúñiga nos había dado para ir al norte, a tierras americanas a buscar respuestas sobre lo que paso Juan Hurtado, nuestro padre.

-¡Ahora cabrón!- conteste entre sueños muertos y aliento de resaca. Entre abrí los parpados ante la luz lejana de la madrugada que nacía apenas en el horizonte. - ¿Qué horas son estas de estar chigando? - dije mientras que estiraba la mano detrás de mi espalda para tomar mi camisa.

-¡Nos vienen siguiendo, cabrón!- repitió Juan Felipe, sus palabras tardaron penetrar el dolor de cabeza enloquecido y llegar hasta mi conciencia. -¡¿Qué?!- dije sorprendido, y al instante reaccione de golpe, como si una fuerte descarga eléctrica pasara por mi cuerpo haciéndolo despertar.

Rápidamente me puse la camisa, me enderece, jale la palanca de mi asiento para hacerlo hacia mí, y saque el rifle 22 que escondíamos en la caja de herramientas y la cargue con los balines que guardábamos en la guantera, me voltee, sentándome sobre el tablero y apunte al vidrio de atrás. Tan rápido, que yo mismo me sorprendí cuando me percate que lo había hecho.

Mire entre mi inercia, el vidrio trasero opaco por la brisa matutina, no vi nada. Sacudí rápidamente la cabeza hacia ambos lados, buscando concentración. Limpie el empaño de cristal con mi brazo, sin dejar de sostener el rifle sobre mi hombro, y observe con mas calma.

La recta carretera se vea solitaria desde la lejanía del valle por el que pasábamos, apreté la mirada en lo mas lejano para ver algo más, nada. Gire la cabeza hacia la ventanilla, menos. Aquella vía pavimentada estaba sola desde hacia horas, quizas dias. Mire por el quema cocos polarizado de la camioneta bañado con gotas de madrugada, buscando al acosador, el cielo despejado de nubes se veía aun con matizes negros de retazos de noche, aun no amanecia.

-¿Quién nos sigue cabrón?- dije encabronado y volteando a ver con somnolencia a Juan Felipe, exigiéndole con mi mirada trasnochada una respuesta que justificara mis reacciones. -¡Aun no lo veo! ¡pero lo se!- contesto volteando a todos lados con la mirada, - ¡alguien sigue nuestros pasos!, !tengo ese mal presentimiento como cuando los pitazos en la “Siembra Verde”! -.

Era extraño, pero era cierto. siempre sabia cuando los verdes estaban cerca, o si algo malo pasaría. En aquel momento, me vino a la mente una de las primeras veces que una aquellas “visiones” ocurrió.

Juan Felipe aun era un chaval de años, pero ya se sabía todo lo relacionado con el negocio familiar. Ya trasportaba y vendia hierba a clientes pesados, comercializaba con armas, dominaba con creces los artes del soborno, el chantaje y la intimidación.

Manejaba mejor que cualquiera armas de todo calibre: rifles, cuernos de chivo, revolvers, fusiles, metralletas, R´s, automáticas, en fin cualquiera cosa que disparase, era como juguetes en manos de “el jade”. Al igual que con los vehículos que iban desde motocicletas hasta avionetas, pasando por camionetas, camiones de carga, lanchas, en fin andaba por todo terreno, casi nacio sobre motor pues era pez en el agua.

Una tarde que descansábamos frente la bodega, se levanto sobresaltado, -¡vienen los verdes! ¡Vienen los verdes!-, tendría unos 13 años y corría por todo el patio asustado, gritando, -¡vienen los verdes! ¡Vienen los verdes en un camión rojo!-

-¡Estas loco!- dijo Juan Hurtado- ¡Vete a barrer la pista para la avioneta…que hoy viene Zúñiga!- no hay llegado al Juan Felipe al almacén, cuando un camión llego para ser cargado, y de el bajaron cual hormigas enloquecidas un regimiento de verdes armados con fusiles 22 y escopetas.

Aquello fue un infierno, lluvia de balas de aquí para allá, humo rojizo con olor a polvora y muerte por todos lados. Juan Hurtado con metralleta en mano matando verdes, estos usando de fortín la caja del camión. Manchas rojas bañando la pista y la bodega.

-¡Que poca cabrones!- le grite mientras que con el ultimo tiro de R-37, mi favorito desde que recuerdo, le volaba el brazo a un verde que estaba acechando muy cercas- ¡voy a tener que limpiar todo esto!- continué mientras veía la sangre espesa hirviendo, burbujear por el calor de los disparos y el ardor del pavimento, sobre la pista de aterrizaje.

De pronto, cuando por fin los teníamos sofocados, dos avionetas con sello nacional cruzaron el cielo. Desde el aire se asomaron los cañones de varias AK-47. Aquellos momentos fueron tan rápidos, pero en mi mente pasar con lentitud desde el instante que oí como chasqueaba el gatillo coordinado de las armas en el aire, mezclado con la sonrisa de satisfaccion de los ocho o diez verdes que aun vivían, al verlas por el aire.

Los Senna´s planearon hacia el horizonte, luego viraron, una regreso hacia donde estábamos, la otra dio una curva y se situó en el otro extremo, como yéndose de pique una contra otra, hacia el centro de la batalla con las armas por delante, formando una cruz entre los cuatro: arriba nosotros, abajo los verdes, a la izquierda una avioneta y a la derecha otra, apunto de estrellarse.

Vi como Juan Hurtado, cerraba los ojos esperando lo peor mientras giraba su arma hacia una de ella. Pero al acercarse algo mas, pude ver la confianza brillar en sus ojos , volteo rapidamente su arma hacia los verdes, y como si se hubiesen puesto de acuerdo con los cuernos de chivo en las naves, las armas dispararon a una misma tiro, mientras las avionetas giraron pasando cerca una de otra.

Fue todo una gran hazaña, las avionetas pasaron rozándose disparando hacia el camión acaban con toda brisna de vida, y al instante se levantaron en picada hacia arriba. Ni un solo verde vivió. Las avionetas, giraron y en menos de los trecientos metros de la pista aterrizaron sin problema, una tras la otra. Las capotas se abrieron con calma y de ellas bajaron Zúñiga y José, mi hermano mayor, riendo ambos a carcajadas por el hecho.

-¡Zúñiga, cabrón! ¡Zúñiga!, ¡Nos sigue Zúñiga, cabrón!- repetía Juan Felipe, mientras aceleraba a tope a la pobre “Sheriff”, -pues párate, guey- le dije en su mismo tono tratándoló de calmar- tal vez quiera arreglar el pedo del camión que volcamos- le expliqué, -¡No!- gritó desesperado Juan Felipe-¡No quiere eso!-, -¿Entonces? – hurgue en sus deseperadas razones.

Una voz ronca, desafiante, afinada y en momentos grave y abismal me contestó- ¡yo lo vi! ¡Quiere que se la devuelva , pero no se la daré!- ,- ¿Qué quiere?- le cuestione gritando mientras veia su rostro cubierto por la histeria, -Quiere el poder de la cruz de jade- contestó con voz calmada Juan Felipe.

jueves, 29 de marzo de 2007

Jade

La sangre de Tonalcolli, del águila del sol, del heredero del trono azteca, corría caliente sobre el filo colérico de aquella negra daga de obsidiana que empuñaba con fuerza su joven hermano, el poseído Coyotec.

- ¡La sangre del águila del sol tiene que caer!- gritó locamente Coyotec, mientras veía a su hermano mayor cubrirse desesperadamente el cuello con las manos, mientras se desangraba a chorros espesos de color malva.

-¡Mi destino, mi reino tiene que nacer entre un lago rojo vivo!- volvió a repetir el chaval fraticida con un tono enloquecido y rabioso, mientras la tenue luz de la luna llena reflejaba en sus ojos una ira incontrolable, que se aumentaba a cada gritó. -¡Cuando el destino llama, la sangre no importa!-.

Tonalcolli miró profundamente a su hermano con aquellos grandes ojos oscuros como la noche, con la última mirada que su vida le prestó para dar. Aquellos agonizantes ojos no expresaban odio ni deseo de venganza, al contrario, eran tranquilos y serenos como el sol mismo naciendo entre los montes. Su rostro maduro y lampiño, levemente tostado por el sol de los años, parecía dar perdón con las facciones.

Tomó el ultimó aliento con una paz jamás vista por los ojos mortales, y con una voz calma, mientras perdía poco a poco las fuerzas y sus brazos caían a los extremos de su lecho de muerte, dijo a manera de susurro penetrante, -si así lo quiere Mitlante, que me reciba orgulloso en su reino. Pero recuerda mis palabras, antes de que el próximo fuego nuevo se consuma, antes de las 52 vueltas solares, antes de esos años y ese tiempo, este reino… – dijo mientras giraba lentamente la mirada por la habitación –será suyo.

Aquellas palabras nacieron desde el mismo soplo que le dio la vida a Tonalcolli y que ahora sucumbía al sueño eterno. El mismo dios de los muertos, Mictlante, que había visto desde el fondo de los ojos de Coyotec, todo aquello. Salió expulsado de golpe del alma del joven principe al oír aquellas palabras, como si un fuerte hechizo lo arrojara de nuevo al mundo mortal.

- “La muerte nos es otra cosa que una salida de escape”- dijo con voz ronca y estimulada por el clímax del momento desde una sombra oscura, que se cuajaba en una figura humanoide ante la brillante claridad del astro de la noche -¡La última!- dijo extasiado con su propio discurso- la última a buscar... ¡Pero una salida al fin!- terminó aquel ser inmortal, con un cuerpo humano totalmente formado, mientras que en su rostro mundano y joven se dibujaba un gesto grotesco y lascivo.

Coyotec sintió que el alma se le despedazaba cuando Mictlante salio disparado fuera de él. Sus ojos, nublados por la roja niebla de la ira del dios del inframundo, brillaron, y su vista se clavo en aquella masacrada y sangrienta escena.

En el lecho del sueño de Tonalcolli, su cuerpo bocarriba sin vida, bañaba de sangre todo el tálamo. De su cuello cortado por el centro aun manaba sin ritmo, una tibia oleada de aquel líquido de expiración. Sus gruesos y fornidos brazos colgaba a los lados del camastro con los puños abiertos, mientras manaba de la punta de sus largos dedos un lento goteo de perlas rojas, que terminaba estrelladandose violentamente en el suelo terroso de la habitación.

Sintió que la vida se le desgarraba, mientras que miraba como el aliento vivo del propio Tonalcolli salía de su cuerpo jalado por Mictlante. -¡Hecho Coyotec!- dijo el dios de la muerte ya materializado en un joven mayor, mientras se retiraba con el alma del águila del sol.

Aquella forma humana que había tomado Mictlante era alta y con un tono de piel amorenado. Su pelo recortado y negro, cual la noche, reflejaba un brillo extraño con la luz lunar, como si la sabía de un árbol lo hubiese alisado en variados y pequeños mechones hacia sus espaldas. Su faz reflejaba una risa sarcástica y maliciosa, que coronaba unas negras cejas pobladas, una capa de vello corto le cubría en mentón y mejillas, una nariz respingada adornaba todo aquello, como cúspide. Sus fornidos brazos, terminaban en unas manos que parecían de monarca, pero con muestras de labor. Era ancho de espaldas y gallardo en movimientos. El gran Mictlante, era ya un poco mortal ahora.

Coyotec miró con odio aquella figura vuelta un joven y le reclamó con coraje -¡Tú desafiaste al destino escrito por los dioses!-, -¡NO!- respondió con una voz desafiante, afinada y grave, Mictlante, -¡Tu desafiaste lo escrito en las estrellas!- contestó alegante el principe.

-Tu reino es mió ahora- dijo en el mismo tono jovial y atrevido Mictlante, mientras con su brazo izquierdo golpeaba su pecho mortal a manera de ademán posesivo –Cuando tu sangre toque el filo verdoso que se te dio la corona, volveré a que pagues tu deuda, mientras… ¡haré de este imperio el mas poderoso de estas tierras!- continuo hablando la deidad con un eco murmullos incomprensibles, mientras caminaba hacia el umbral de la puerta y desaparecía entre un espeso humo gris que se llevaba el viento.

Los temerosos dedos de Coyotec se deslizaron hasta el arma que colgaba de su ensangrentada mano hasta encontrar en la sima punzante de esta, un goteo que caía al suelo desplomándose. Bajo su mirada lentamente hacia aquella extremidad que apretujaba con gran fuerza el arma sádica. Sus manos tensadas por la fuerza aplicada, se movían con dificultad. Pero aun así subió con calma aquel artefacto a la altura de su rostro.

Los primeros rayos matutinos nacían en el horizonte, haciendo brillar, cual perla perdida, la filosa hoja de aquella daga de obsidiana, la cual machada y goteando de la roja y espesante sangre, daba un aspecto de arma de guerra.

Coyotec empuño aquel rejón con ambas manos. Lo situó lineado a su nariz. Cerró los ojos lentamente. Suspiro profundamente. Y saco toda la ira que jamás había expresado. La daga absorbió cual esponja la sangre mezclada con el coraje del joven que la manchaba, y poco a poco comenzó a aclararse hasta quedar transparente y con el mayor filo del cosmos.

-¡Que el rey Coyotec viva!- dijo eufórico y con gritos el joven monarca, mientras que aquella daga al frente de su rostro, brillaba como tea ardiendo, y tomaba a modo de matiz, un tono verdoso como el de la piedra sagrada, mientras Coyotec decía - ¡Mi poder divino… yacerá en esta arma por siempre!, ¡Esta filo será el fin del dios Mictlante!-.

viernes, 23 de marzo de 2007

Mictlante

El emperador volteó con calma y pavor hacia el rostro ensangrentado de su hijo mayor, hacia apenas dieciséis vueltas de la ruedas del tiempo que el muchacho hacia nacido en el mes de la serpiente armada.

Sin embargo, al sentir la delgada mano del chaval apretando con fuerza a su muñeca, la vida de su hijo le pasó en un instante por la miranda, cuando nació, su primer bocado, sus primeros pasos, el ritual de purificación a su vida adulta. Todo pasó deprisa, como corriendo, haciéndole revivir lo que ya sabía. Aquel hombre, tenía las facciones confundidas por el miedo, pero muy dentro de si, sabía que algún día aquello debía de pasar.

-¿Acaso no me esperabas?- dijo una voz ronca tallada por los años desde la cabecera del principe moribundo -¿Tengo que darte la victoria en todas las guerras para llamar la atención, Coyotlatoani?, ¿Acaso del hermano del dios de la guerra no merece una audiencia con el monarca del pueblo preferido por los dioses?, ¿Qué no merezco hablar contigo Coyotlatoani, Señor Coyote?-.

El emperador tembló. Levantó poco a poco los ojos que veían a la mano esforzada del principe, miró hacia la cabellera del muchacho, que manchada con matices rojizos se hallaba alborotada como de guerrero en batalla.

Los ojos del monarca Coyotlatoani miraron fijamente los de su hijo, pero ahí en el centro, donde debería de estar su espíritu, estaba una llamarada de odio. -¿Qué pena debe pagar mi vástago?- gritó como rabia. - ¡Yo soy el del trato contigo!, ¡cóbrate con el que debe el jade, no con quien lo heredada!-

-Mi trato fue sencillo- dijo nuevamente la voz rasposa que salía del pecho del joven como una luz verdosa- tu imperio crecía, tus guerreros llegaban victoriosos de sus batallas con los hombres del mar. Tu a cambio, me dabas un ser mortal para habitar el mundo terreno, ¿lo olvidas acaso?- preguntó la voz con un tono burlesco y sarcástico.

A la memoria del rey Coyotlatoani regresó al día que comenzó su reinado, unos días después de los funerales. Cuando sintió que el mundo se le venia encima. Nuevos pueblos bélicos habían llegado a las fronteras del suyo. Los pueblos sojuzgados por el yugo del las conquistas aztecas, se aliaban para recuperar su libertad. Su propio pueblo exigía paz en el reino. Su padre, el justo rey Ocelote, descendiente del sabio abuelo coyote, había muerto.

Todo aquello no le hubiese causado mayor pena. A el no le correspondía el honor de ser el nuevo monarca. Su hermano mayor ocuparía el trono al final de las ceremonias fúnebres, el se ocuparía de tales problemas.
Su hermano, el honorable Tonalcolli, el águila del sol subiría al trono como le correspondía para recobrar la paz en el imperio, liberaría de tributos a los pueblos del heridos por tanto tiempo, y propondría una alianza para hacer un nuevo reino, regido por varios gobernantes, todo seria en calma otra vez, como en el tiempo mismo de los dioses.

Sin embargo, los dioses mismos, deseaban otra cosa para el imperio. Así en los últimos días del funeral del rey, Mictlante, dios de la muerte y señor del inframundo, rondaba la zona para llevar el aliento de vida del emperador al Tonatila el lugar detrás del sol donde iban los grandes guerreros.

Pero el destino escrito por las estrellas, decía que el siguiente monarca seria Coyotec, el príncipe menor, segundo hijo del rey Ocelote. Un nuevo ciclo brillaba en negra y afilada daga de obsidiana que Mictlante dio a Coyotec.
La sangre del águila del sol tenia que bañar el inicio del reino del Coyote. Los mismos dioses movieron al joven Coyotec hasta la habitación de Tonalcolli, donde su cuello fue presa fácil ante el poderoso filo de aquella piedra sagrada.

Al sentir la frialdad de la obsidiana recorrer su cuello arrancándole la vida, abrió los ojos para ver la penetrante mirada de su hermano, -¿poor queee?- susurró con su ultimo soplo de vida, entre sangre y llanto el heredero al trono azteca.
Coyotec, poseído por el espíritu mismo del dios de los muertos, dijo con una voz ronca, diabólica y temible -Cuando el destino llama la sangre no importa”-.

jueves, 15 de marzo de 2007

Rojo

-“¡Padre, padre!- gritó con susto de pronto entre la penumbra de la madrugara el joven principe desde la alcoba real, en una de las habitaciones que coronaba la gran pirámide azteca. Aun no había nacido el sol entre las entrañas de los montes, el caracol real que marcaba el inicio del día aun no había tocado.

–“! Padre, padre ¡ ! ! Ayúdame que me persiguen! ”- gritó con mayor fuerza y mas angustiante el principe. Los gritos llegaron al cuarto vecino, desde donde Citlalli, la nana del chaval, velaba el sueño del hijo heredero del emperador. –“¿Qué sucede pequeño jaguar?”- pregunto desde su alcoba cariñosamente y entre sueños Citlalli.

-¡Padre! ¡Padre! ¡Me perdiguen padre!- solo gritaba con desperación el principe - ¡Me alcanza padre! -¿Quién te persigue hijo mió?- pregunto ya preocupante Citlalli. Se levanto tan rápido como su viejo cuerpo se lo permitió. Sus pasos cansados avanzaron rápidamente por el pasillo que unía su habitación con la del muchacho.

Llego hasta el lecho en el que el principe dormía. Tomo un trozo de ocote que descansaba en el pórtico de la habitación, y sus manos temblorosas lo encendieron con desperación. La llamarada amarilla iluminó el cuarto. Sus ojos quedaron pasmados ante el espectáculo que veía.

El principe se estremecía violentamente entre sus cobijas manchadas de rojo, gritando como loco a cada momento mas fuerte. -¡Padre! ¡Padre! ¡Me perdiguen ayúdame, que alcanzan!-. Sus orejeras de verde jade estaban bañadas en sangre malva y oscura, al igual que de sus muñecas y rodillas brotaba aquel liquido rojo vivo, que impregnaba del color todo lo que tocaba.

Citlalli soltó un grito escandaloso y desgarrador; cayó al suelo, desmayada por la escena. La tea que sostenía en sus manos fue a rodar a una orilla del cuarto, alumbrando la habitación bañada en un color rojo profundo.

Los gritos cada ves mas fuertes y desperados llegaron a la alcoba real, a oídos del emperador, -“¡Me perdiguen padre! ¡Ayúdame! ¡Padre!”-. El emperador, sentado somnoliento en el lecho de sueño, despertó de golpe ante los gritos de sus hijo.

Salió disparado de la habitación, solo tomando su pesado cetro real de madera al salir. Cruzó el largo pasillo entre ambas habitaciones, aumentando su velocidad a cada grito que, cada vez más tétricos, hacían eco en las paredes de la construcción. –“¡Padre, padre! ¡Me persiguen! ¡Ayúdame que me alcanzan!”-.

El emperador llegó jadeante a la habitación de su hijo. El sol nacía temeroso entre los cerros del horizonte. Los pájaros daban la bienvenida al día con un febril canto matutino. El bullicio de los hombres campiranos que andaban a sus trabajos en los alrededores invadía la madrugada, mezclado con un olor a copal, leña ardiendo y nixtamal.

Al entrar el monarca a la habitación de su primogénito quedó paralizado. Los primeros rayos de sol iluminaron directamente al lecho del joven principe, haciéndole mirar como con movimientos enloquecidos y bañado en sangre gritaba con desperación.

–“¡Padre ayúdame! ¡Me alcanzan! ¡Te veo padre! ¡Te oigo!” -seguía gritando con fuerza- “¡ayúdame!” -con desperación – “¡Padre ayúdame!”-. El emperador paralizado por la escena sangrienta que sus profundos ojos negros veían. Solo pudo contestar con otro grito al mismo tono, - “ !aquí estoy hijo¡ ”-. Se quiso acercarse a su hijo, pero no había avanzado más de tres pasos cuando una poderosa ventisca lo repelió violentamente al umbral de la puerta.

- “¡Diles que ya no la tengo padre!”- gritó entre aquella violencia el joven, -“¡Diles que el la tiene! ¡Diles que se la hurtó Mitlante!-. El monarca al oír el nombre de aquella deidad palideció. “¿Su hijo había quedado maldito por el dios de las tiemblas?” pensó, “¿Acaso en le había robado su aliento de vida mientras dormía?”.

Muchos pensamientos giraban entorno a la mente del emperador, mientras que su hijo se removía enloquecido en su tálamo ensangrentado. Las joyas del cuerpo del joven caían al suelo, una a una, en cada sacudida, en cada gritó.

-“¡Diles que no las tengo padre! ¡Diles que Mitlante se las llevo a su reino!- gritaba con mas desesperación y terror el vástago real. Mientras que su sangre teñía de grana sus ropas y arropajes, y se estremecía. Ya ninguna joya adornaba su cuerpo, todas estaban el suelo bañadas de rojo-malva.

En un instante todo cesó. El principe calló sus desperados gritos y sus violentos movimientos, volviendo a su posición de sueño como si nada hubiese ocurrido, pero sus muñecas, pómulos de orejas y rodillas aun manaban, aunque con mas calma, su sangre.

El emperador sintió un frió viento nacía desde atrás de sus espaldas, le atravesaba por dentro con fuerza para llevarlo con él. La helada ventisca llegó hasta el punto que el no pudo, lucho contra aquella muralla invisible que cubría al principe, y la venció. Y al tocar el lecho del joven, lo envolvió en un remolino enverdecido, teñido de rojo.

El viento paro. Miró con terror a su hijo ensangrentado, aun sangrando. Con lágrimas en los ojos. Con su cabellera oscura revuelta. Gimiendo de miedo. Trató de acercársele, pues ahora se hallaba recostado boca arriba, aun sin abrir los ojos, trataba de recobrar la respiración.

Se acercó calma. El principe se tranquilizó al sentir la presencia de su padre. Solo un pequeño resplandor verdoso, brillaba tras su camisa. El emperador pasó la mano cariñosamente por su frente, pintándosela con el color de su sangre.

Al instante, sintió que le ardía la palma como si la tuviese al fuego vivo, le quemaba con ira aquella sangre enegrecida como si estuviera quemándose sobre su propio cuerpo. Sintió ganas de huir.

Antes de que pudiese consumarlas, sintió como le tomaba el brazo con una fuerza descomunal, una mano fría y terrorífica, provocándole escalofríos por el cuerpo. Sintió que veía a la muerte de cerca. Cerró los ojos. Suspiró profundamente. Volteó con calma hacia el final de su brazo. Ahí estaba.

jueves, 15 de febrero de 2007

Cambio de Rumbo

-“Vengo a guiarte por el verdadero camino, Mitlanpilli”- voy a repetir aquella misteriosa mujer con profunda y sepulcral voz, mientras que sus enormes blancos y profundos ojos, me miraban fijamente.

-“Tienes que llegar al centro del imperio antes de que las vueltas del tiempo te alcancen, el ciclo es corto, tu destino esta cerca”- comentó con su tono de ultratumba. –“¡Date prisa!”- gritó, mientras de un parpadeo, sus ojos se volvían amarillos y luminosos, a cada momento mas grandes. –…Juan Felipe, Juan Felipe…- oía susurrar a lo lejos,- …Juan Felipe, Juan Felipe…- cada momento mas fuerte y cercano.

- ¡Juan Felipe con un carajo, vas matarnos cabrón!- oí gritar a Martín, de repente con balde de agua fría un escandaloso claxon de trailer me volvió a la realidad. Era de madrugada e iba manejando la Sheriff, la camioneta del Sargento Zúñiga, junto a mi hermano Martín. Habíamos huido de la Siembra Verde, e íbamos con rumbo de la frontera.

Aquellos segundos pasaron lentamente. Con la fuertes luces del aquel camión encandilando la cabina pude ver la mano de Martín alargándose a tomar el volante, mientras que el enorme vehículo se salía la carretera, mis pies rápidamente me metieron lo mas profundo al freno, de un golpe el volante giró.

Solo oí el escandaloso frenado del trailer, las llantas de ambos chillar en el pavimento, antes de que una estruendosa caída acompañada de un chillido callara el ambiente y volviera el tiempo a correr normalmente.

Lo último que vi fue al camión de carga dar la vuelta hacia el lado opuesto de “la Sheriff”, como el mundo giraba ante el derrape de la camioneta, el gran remolque de carga que llevaba el trailer pasó a un pelo de rozar la caja. En un de tantos giros de cuello, la caja del gran vehículo contrario, caer al barranco que bordeaba aquella carretera.

“La Sheriff” ante el derrape del tuerce del volante, cambio totalmente su dirección, viendo hacia el lado contrario al que iba. El gran camión que se le había desprendido la caja trasera, cayendo al fondo de aquel barranco, mantenía su cabina volaba en el borde sostenida equilibradamente por las barras de seguridad.

Un hombre salio rápidamente de la puerta de aquella cabina en suspenso, saltando hacia el pavimento. Un instante después la caja de carga, que rodaba barranca a bajo, golpe finalmente el suelo, estallando. Haciendo con la explosión, caer finalmente la cabina al mismo destino, haciéndola estallar en pedazos por el viento.

El hombre que salto de la cabina, salió corriendo ante aquel suceso, aprensándose con la mano izquierda el brazo contrario que chorreaba de abundante sangre. Caminó tambaleándose hacia nosotros. Sin embargo, a medio camino se desplomó de golpe en el pavimento.

Lo observe tirado como bulto a media carretera, desamparado, lastimando, en una laguna de sangre y con una terrible mueca de dolor, como un fondo el humo negro de su vehículo ardiendo, solo pude hacer una cosa.

Mire a Martín, que confundido, miraba aquella escena al igual que yo. Me miro a los ojos y le dije con la mirada mi intención. Volvió a mirar hacia el hombre que yacía moribundo en el pavimento. Observó con atención la sangre oscurecida sobre los derrapes de los frenados. Miró con detenimiento los ojos agonizantes de aquel hombre, y acertó mi decisión con la mirada.

Antes de que cualquiera pudiera decir algo, mi pie se hundió hasta el fondo del penal. Era de madrugada, los primeros rayos de sol que nacían en el horizonte dieron un efecto de superioridad a la estrepitosa nube de polvo levantada por las llantas tras nosotros. Acelere a todo lo que “La Sheriff” pudo dar.

Pude ver por el retrovisor, como desde el suelo, el moribundo me recordaba, con su única mano sana, a mi santa madre. Lo mire con odio, tanto como cualquiera que me mirara desafiante. Sentí que mis ojos se quemaba al ver su silueta fijamente. De repente, un trozo de metal que había salido volando con la exposición, cayó sobre el hombre encajándosele por el cuello, dandole fin a su sufrimiento.

-“¿Qué haces cabrón?”- me interrogó repentina y reprimente Martín, mientras se acomodaba después del arranque tan espontáneo y me sacaba del espectáculo que observaba, –“¿Qué?- conteste desafiante aun con coraje –“¡Yo no hice nada!”-.

-“¡No!”- contestó sonriendo Martín – “¡Que bueno que se haya muerto aquel cabrón, se lo merece por pendejo”- y haciendo un ademán como de que no le importaba nada, continuó – “lo que te digo es vas por la ruta sur y a la frontera esta del otro lado”.

-¡Ya no!- conteste de golpe –“la frontera puede esperar cabrón”- y saber lo que decía, continué hablando, -“hay algo grande y poderoso en la capital, lo huelo. Como cuando sabía que los verdes estaban cerca antes de que cualquier pitazo, algo me dice que la capital nos hará grandes”- dije, acabando con un tono semidiabólico.

-“Estas loco, ya te afecto otra vez la dama blanca”-dijo riendo Martín –“al cabo yo no soy chofer por mi vamos a la cola del diablo si tu quieres”- y volvió a recostarse en el asiento, quedándose dormido al instante. – Casi, casi – dije en voz susurrante, mientras veía en mi mano todas las gemas de mi pulsera con verde jade profundo y brillante. –Casi casi-.

martes, 23 de enero de 2007

AHUHUTEAT

Abrí los ojos con calma. -“¿Que demonios estaré haciendo aquí?”- pensé. Me hallaba sobre una lancha larga de pesca, sobre el agua. –“¿Estaré entregando yerba?”- continué en mis pensamientos. -“¡no!”- dije en voz alta. – “no hay carga, ni bolsas, ni nada, ni motor siquiera”- dije ya para mis adentros.

-“Si no es un “movida”, ¿Qué haré aquí?”- seguí pensando. Miré a todos lados buscando algo pa´ ayudarme. Pero no veía nada, una gruesa niebla me rodeaba, apenas veía una brazada delante de mí. Me hallaba en lo que parecia la popa de una barca y la blancura espesa no me dejaba ver ni siquiera el otro extremo del bote.

Era una embarcación larga, como para la pesca en bahía. Sin motor ni remos, conmigo sentando en la parte trasera, en el último tablón que sirven de asiento. Tapizada de hule amarillento por dentro y una capa desgastada de pintura roja por fuera. Con un filo encorvado hacia adentro que rodeaba el borde del navio de cola a pico. Un armazón tras de mi, en forma de “T” en donde debería ir el motor, era lo poco que podía visualizar de aquel vehículo.

Mientras mi mente traba de ubicarme en el universo. Me di cuenta que el bote se tambaleaba de un lado a otro. Tal vez llevaba tiempo haciéndolo sin que lo percatara, pero a cada minuto el tambaleo rítmico aumentaba.

En pocos instantes, el arrullante movimiento aumento a tal nivel de intensidad, que amenzaba con tirarme al agua. De lado a lado, el bote se recostaba ante los violentos movimientos acuáticos; y de golpe, se volvía para repetir la misma acción hacia el otro lado, para continuar con aquel frenético balanceo.

Lo extraño de aquello era que por mas que el agua enloqueciera. La neblina no se movía, ni cuando aferrado con toda mi fuerza a los bordes del navío, pasaba velozmente rasgandola. Ni siquiera las enormes olas, ni el movimiento, ni el tambaleo, provocaban que el ambiente cambiara. La misma niebla cegadora y fría por todos lados.

La frenética marea subía de arriba a abajo enronquecida. Las olas se oían con furia romper en lo lejano. El agua, que en un principio era lisa y fresca ante la punta de los dedos, ahora era vertiginosa y caliente; ¡Caliente! Que quemaba, al caer sobre la cara, las gotas salpicantes de las olas.

Nunca en mi vida había sentido tal intenso y descontrolado miedo. Desesperadamente tomé la cruz que colgaba de mi cuello y grite con desesperación, cuando la sentí entre mis dedos. –“¡¡Ayúdame Dios Ingrato!!¡¡Ayúdame!!”-. Mi última palabra fue hacia las violentas aguas, pues el bote estaba ya al ras de voltearse completamente.

De repente, el bote paro de golpe volviendo a su posición normal. El agua volvió a ser alisada y fría, cuando al caer sobre la embarcación y mis brazos la tocaron. No pude retenerme y pregunté al viento en voz alta y confundida, –“¿Dios?, ¿Eres tú dios?”-.

Como respuesta ante aquella incógnita, una pequeña luz rojiza, comenzó a atravesar la niebla. Se veía lejana, pero a paso constante, se acercaba hacia mí. Cada vez menos alejada e intensa. Que irradiaba una corriente de viento helado delante, como si la empujara, llevándose a la niebla y congelando mi rostro asombrado.

Finalmente la ráfaga helada cesó dejando todo mi cuerpo congelado. La luz ahora era tan alta como mi estatura, y ya sin niebla, podía ver que se encontraba a un par de metros en la punta opuesta de la barca. Era una luz sin forma, como una gran hoguera hecha tira, pero flotando, amarillenta y expulsando frío.

En pocos segundos fue rebajando su tamaño y disminuyendo su deslumbrante luz, para convertirse en una figura humanoide encorvada. Ante mi mueca de asombro, se comenzo a formar un cuerpo luminoso de baja estatura; y unos brazos y piernas tirantes se desplegaron de aquel todo, dandole forma al cuerpo.

Unos largos cabellos canos comenzaron a bajar desde la punta de la cabeza hasta la cintura. Trayendo con su caída facciones propias, huellas de edad y en un rostro femenino con mueca de seriedad. Los ojos de aquella mujer con apariencia de avanzada edad se abrieron de golpe. Eran profundos y oscuros, como derrochando a cada mirada, profunda sabiduría.

La anciana cerró y abrió los ojos lentamente. Miro al cielo, y con un ultimo movimiento de parpados, hizo brillar la ultima intensidad roja, que la vistió y adorno como si fuese una poderosa monarca indígena. Un gran faldón rojizo de manta que iba de su cuello a sus talones, bordado con oro y plumas multicolores, cubrió su encorvado cuerpo, en un instante. Un gran tocado de piedras preciosas y plumaje exótico adornó su cabellera. Un sin fin de joyería en oro, le tapizaban orejeras, cuello, tobillos, cintura y muñecas, apareció para culminar su ornato.

-“Te estado buscado Mitlanpilli”- dijo con calma su voz cansada y profunda, que me provoco escalofrios al oirla, - “Soy ahuhuteat, la anciana del viento divino”-, aunques sus labios no se movían, sus palabras eran penetrantes y duras. –“Vengo a guiarte por el verdadero camino”- continuo con su tono profundo y lento, -“El momento del próximo toxiumopill esta cerca, la atadura de los años en los dos grandes calendarios no será en vano”-.

Todas sus palabras habían sido mirando hacia abajo, hasta aquel momento en que mirándome fijamente a los ojos me dijo con gran profundidad, -“Vengo a guiarte por el verdadero camino, Mitlanpilli, la grandeza del tu futuro, esta sellado en la profundidad de tu pasado.”

miércoles, 10 de enero de 2007

Detrás de la cascada

-“He dicho que te van a tener que cortar el brazo Juan Felipe”- me repitió el Sargento Zúñiga después de liberar mis ataduras en aquella prisión. -“¡¿Qué?!”- pregunte asustado.

Mi preocupación desapareció cuando, entre el largo pelo embarañado que cubría la cara de Zúñiga, vi brillar una sonrisa. Que poco a poco se convirtió en carcajada. “-¡Ja Ja Ja!, ¡Que inocente me saliste Jade!, ¡Ja Ja Ja!”-.

Levante mi brazo en medio de las carcajadas de mi amigo. Vi para mi sorpresa que aquella mano que horas antes me mataba del dolor, no tenia ni la mas mínima muestra de herida, ni siquiera cicatriz alguna. Solo me llamo la atención que una de las cuentas de la pulsera que cargo se volvió oscura.

En medio de mi asombro por aquel milagro un grupo soldados entro corriendo hacia donde estábamos. –“¡Todo empacado mi sargento!”- dijeron a coro y con tono militar todos. –“¡bien!, ¡Rompan filas!”- ordeno Zúñiga aquella comitiva, y mientras lo hacia a trote me comento en muy tono serio:

.-“Alguien me aviso, que aquí era un nido de “ratas” y yo vine con mis hombres a tronarlo” dijo mientras se le escapaba una sonrisa y me guiñaba un ojo. –“una doña nos dio el pitazo”- mencionó señalando a una mujer, que desde momentos atrás había pasado desapercibida. Luego supe que ella me había quitado las amarras aquella vez.

-“Nos dijo que tenía un rehén”- continuo Zúñiga, agregando cada vez mas sarcasmo a cada oración que decía, -“y como ella buena gente le quitó algunas sogas que le apretaban el cuerpo”-, vi a la mujer, y le di las gracias con la mirada, a lo que me respondió con una sonrisa -, “pero no tantas”- dijo con una risa insoportable Zúñiga –“No se fueran a dar cuenta los narquitos estos”- continuó como haciendo un recuento de los hechos. –“pero como necesitábamos ver que había en la boca del lobo, me tuve que meter yo, haber si convenía entrar,.... ¡y si! Miren. Armas y municiones suficientes para pagar la deuda con Juan Hurtado. ¿No creen?, Ja Ja”- concluyó el Sargento Zúñiga contagiando su risa a algunas personas que estaban ahí.

Cuando por fin salí de aquel cuarto, y recorrí el pasillo hacia la salida, me di cuenta que había mas celdas contiguas a la mía, que era la más al fondo, de aquella caverna. Algunas no tenían reja y eran usadas como bodegas. Todo apestaba a yerba verde. El ruido que escuchaba con frecuencia a lo lejos era una cascada que caía justo a un lado de la entrada de la cueva.

Cual sería mi sorpresa que al salir de la cueva y ver esa caída de agua, me di cuenta que estaba cercas de Cempatitlán; lo supe porque a esa cascada llegamos a ir en los días calientes del año. La cascada no estaba ni a tres kilómetros del pueblo. Esa cueva era a la que entraba mi padre, mientras Martín, José y yo dábamos de brincos al agua desde un camichín cercano.

Recuerdo que iba muy seguido a aquel lugar. Pues a mi padre frecuentaba mucho ese lugar. Era algo así como su “otra bodega”. Ya que nos decía, -“métanse al agua y al rato nos vamos, nomás no se acerquen a la cueva”- nos advertía - y se metía con mucha gente, salían más que de la bodega. Pero ahí no se oía nada, pues el ruido del agua, cayendo lo opacaba. Yo pienso que a mi padre le gustaba ir ahí. Y a mi también, Pero yo ya no volví después de que me agarraron.

Lo confiscado por el Sargento Zúñiga fue a dar a los cuartos de “La Siembra Verde”. Y el Coronel que me había estado torturando fue a dar contra su voluntad a la bodega de la hacienda. Saliendo como siempre solo mi padre y una caja de cartón. Me pregunto que hará con tanta gente, me hubiera gustado saciar mi sed de venganza usando la caja con la que salió mi padre de blanco, para practicar tiro. Como las usaba Martín, decía que para que me fuera acostumbrando al ruido. Para mi era lo mismo. No encontraba la diferencia entre las cajas de la bodega y un bote de aluminio.


miércoles, 3 de enero de 2007

El Rescate

Abrí los ojos lentamente. Tragándome el dolor del disparo de mi brazo izquierdo, que manaba gota a gota, mezclado con mí sangre. Pude ver con odio al desgraciado que me había disparado. –“ inche hijo de puta”- le grité con rabia y dolor. Entre la oscuridad y el polvo que flotaba en la atmósfera del lugar, reconocí la figura colosal de “El niño Jacob”; que, a su modo atontado, reía de formada sádica. Con gusto.

-“Ja ha Ja, yo te mate, Ja ha Ja”- dijo con su clásico tono de ido y cruel. Antes de que, un fugaz disparo de metralleta, le diera a media frente. Haciéndole caer como plomo al suelo, con una sonrisa macabra dibujada en el rostro.

Una lluvia de balas acompañó a la primera. El enorme tipo que caía, moviéndose por las balas. Salté con un movimiento rápido al extremo oculto de mi celda para protegerme. Más al caer sobre mi propio brazo herido, lancé un fuerte grito por el dolor insoportable.

Los disparos habían levantado una nube de polvo a una más densa y sombría, por todo el pasillo que corría a un lado de mi celda, y el fuerte olor a cartucho quemado, fastidiaba el aire húmedo que imperaba.

Desde el fondo de mi celda, vi como desde lejos una sombra avanzaba lentamente, desde la entrada del pasillo hasta la celda en la que me encontraba. El malestar en mi brazo cesó, ante el miedo de que fuese el mismo Coronel, el que había matado a su propio mozo. Quizás era tonto, pero me aumentó el terror, saber que venía furioso, matar a El niño Jacob ya era mucho. Mi fin estaba cerca.

-“¿Pensabas que te ibas a escapar?”- me dijo una voz ronca y demoníaca que salía entre la penumbra. La punta brillante de un cuerno de chivo entre las sombras y el polvo me hizo cerrar lo ojos fuertemente dominado por el miedo. Mi aliento quemaba mi boca. La herida de mi brazo sangraba al ritmo de mi pulso cada vez más rápido.

“Aunque tengas mil azules encima jamás tengas miedo Juan Felipe”, me decía Juan Hurtado, mi padre, “Lo peor que te pueden hacer es matarte, y la muerte es el único mal del que nadie se escapa. Así que, ¿Cuál pendiente?”.

“La muerte” dijo una vez Juan Martín ahogado en alcohol, una noche de parranda. “La muerte, mi querido Juan Felipe Jade...nos es otra cosa que tu última salida de escape. Cuando el mundo se te viene encima, que ni el mejor santo o la peor hierba te ayuda. La muerte es tu salida. La última, la última a buscar... Pero una salida al fin. Eso si, nadie escoge como va ser esa puerta, nadie. Lo sabe cuando está a punto de abrirla, ¿pero ya pa´ que le sirve?”

“Pues si” pensé, “¿ya pa´ que me sirve saber que voy a morir a plomazos?”. Resignado a mi suerte. Dominado por el insomnio, el encierro, el hambre y la locura. “De todos modos me va a chingar, he de escoger yo mi propia puerta”, supuse, mientras que con rapidez enrollaba en mi cuello la cadena que me retenía. “He de escoger mi propia puerta. No le daré el puto gusto a nadie”.

-“¡Nooo!”- grito fuertemente una voz conocida. Al notar que quería correr la cadena por mi cuello para ahorcarme. -“¿Qué chingados pensabas hacer cabrón?”-. Al abrir los ojos lentamente, vi la sonrisa bonachona del Sargento Zúñiga en el otro lado de la reja. –“¿No me digas que ibas a quitar el gusto de darte cuello yo mismo?”- dijo entre risas y rompiendo el cerrojo de un tiro.

-“¡Jamas¡”- dije, recuperado por la satisfacción de ver a un amigo de nuevo. -“¿Todo bien cabrón?”- preguntó con tono de preocupación camuflada Zúñiga, mientras quitaba la argolla que apretaba mi muñeca, que me apresaba a aquel lugar.

-“Casí”- contesté, levantando lentamente mi brazo lastimado del cual hacía largo rato no sentía el menor dolor. “¿Hay la chingues?” dijo con tono preocupante el Sargento, -“¿Sabes lo que tienes en el brazo, cabrón?”- habló con un acento cada vez mas asustado. Lenta y profundamente, mientras bajaba poco a poco el rostro hacia el suelo, menciono con preocupación-“Te van a tener que cortar el brazo, buey”-.