martes, 23 de enero de 2007

AHUHUTEAT

Abrí los ojos con calma. -“¿Que demonios estaré haciendo aquí?”- pensé. Me hallaba sobre una lancha larga de pesca, sobre el agua. –“¿Estaré entregando yerba?”- continué en mis pensamientos. -“¡no!”- dije en voz alta. – “no hay carga, ni bolsas, ni nada, ni motor siquiera”- dije ya para mis adentros.

-“Si no es un “movida”, ¿Qué haré aquí?”- seguí pensando. Miré a todos lados buscando algo pa´ ayudarme. Pero no veía nada, una gruesa niebla me rodeaba, apenas veía una brazada delante de mí. Me hallaba en lo que parecia la popa de una barca y la blancura espesa no me dejaba ver ni siquiera el otro extremo del bote.

Era una embarcación larga, como para la pesca en bahía. Sin motor ni remos, conmigo sentando en la parte trasera, en el último tablón que sirven de asiento. Tapizada de hule amarillento por dentro y una capa desgastada de pintura roja por fuera. Con un filo encorvado hacia adentro que rodeaba el borde del navio de cola a pico. Un armazón tras de mi, en forma de “T” en donde debería ir el motor, era lo poco que podía visualizar de aquel vehículo.

Mientras mi mente traba de ubicarme en el universo. Me di cuenta que el bote se tambaleaba de un lado a otro. Tal vez llevaba tiempo haciéndolo sin que lo percatara, pero a cada minuto el tambaleo rítmico aumentaba.

En pocos instantes, el arrullante movimiento aumento a tal nivel de intensidad, que amenzaba con tirarme al agua. De lado a lado, el bote se recostaba ante los violentos movimientos acuáticos; y de golpe, se volvía para repetir la misma acción hacia el otro lado, para continuar con aquel frenético balanceo.

Lo extraño de aquello era que por mas que el agua enloqueciera. La neblina no se movía, ni cuando aferrado con toda mi fuerza a los bordes del navío, pasaba velozmente rasgandola. Ni siquiera las enormes olas, ni el movimiento, ni el tambaleo, provocaban que el ambiente cambiara. La misma niebla cegadora y fría por todos lados.

La frenética marea subía de arriba a abajo enronquecida. Las olas se oían con furia romper en lo lejano. El agua, que en un principio era lisa y fresca ante la punta de los dedos, ahora era vertiginosa y caliente; ¡Caliente! Que quemaba, al caer sobre la cara, las gotas salpicantes de las olas.

Nunca en mi vida había sentido tal intenso y descontrolado miedo. Desesperadamente tomé la cruz que colgaba de mi cuello y grite con desesperación, cuando la sentí entre mis dedos. –“¡¡Ayúdame Dios Ingrato!!¡¡Ayúdame!!”-. Mi última palabra fue hacia las violentas aguas, pues el bote estaba ya al ras de voltearse completamente.

De repente, el bote paro de golpe volviendo a su posición normal. El agua volvió a ser alisada y fría, cuando al caer sobre la embarcación y mis brazos la tocaron. No pude retenerme y pregunté al viento en voz alta y confundida, –“¿Dios?, ¿Eres tú dios?”-.

Como respuesta ante aquella incógnita, una pequeña luz rojiza, comenzó a atravesar la niebla. Se veía lejana, pero a paso constante, se acercaba hacia mí. Cada vez menos alejada e intensa. Que irradiaba una corriente de viento helado delante, como si la empujara, llevándose a la niebla y congelando mi rostro asombrado.

Finalmente la ráfaga helada cesó dejando todo mi cuerpo congelado. La luz ahora era tan alta como mi estatura, y ya sin niebla, podía ver que se encontraba a un par de metros en la punta opuesta de la barca. Era una luz sin forma, como una gran hoguera hecha tira, pero flotando, amarillenta y expulsando frío.

En pocos segundos fue rebajando su tamaño y disminuyendo su deslumbrante luz, para convertirse en una figura humanoide encorvada. Ante mi mueca de asombro, se comenzo a formar un cuerpo luminoso de baja estatura; y unos brazos y piernas tirantes se desplegaron de aquel todo, dandole forma al cuerpo.

Unos largos cabellos canos comenzaron a bajar desde la punta de la cabeza hasta la cintura. Trayendo con su caída facciones propias, huellas de edad y en un rostro femenino con mueca de seriedad. Los ojos de aquella mujer con apariencia de avanzada edad se abrieron de golpe. Eran profundos y oscuros, como derrochando a cada mirada, profunda sabiduría.

La anciana cerró y abrió los ojos lentamente. Miro al cielo, y con un ultimo movimiento de parpados, hizo brillar la ultima intensidad roja, que la vistió y adorno como si fuese una poderosa monarca indígena. Un gran faldón rojizo de manta que iba de su cuello a sus talones, bordado con oro y plumas multicolores, cubrió su encorvado cuerpo, en un instante. Un gran tocado de piedras preciosas y plumaje exótico adornó su cabellera. Un sin fin de joyería en oro, le tapizaban orejeras, cuello, tobillos, cintura y muñecas, apareció para culminar su ornato.

-“Te estado buscado Mitlanpilli”- dijo con calma su voz cansada y profunda, que me provoco escalofrios al oirla, - “Soy ahuhuteat, la anciana del viento divino”-, aunques sus labios no se movían, sus palabras eran penetrantes y duras. –“Vengo a guiarte por el verdadero camino”- continuo con su tono profundo y lento, -“El momento del próximo toxiumopill esta cerca, la atadura de los años en los dos grandes calendarios no será en vano”-.

Todas sus palabras habían sido mirando hacia abajo, hasta aquel momento en que mirándome fijamente a los ojos me dijo con gran profundidad, -“Vengo a guiarte por el verdadero camino, Mitlanpilli, la grandeza del tu futuro, esta sellado en la profundidad de tu pasado.”

miércoles, 10 de enero de 2007

Detrás de la cascada

-“He dicho que te van a tener que cortar el brazo Juan Felipe”- me repitió el Sargento Zúñiga después de liberar mis ataduras en aquella prisión. -“¡¿Qué?!”- pregunte asustado.

Mi preocupación desapareció cuando, entre el largo pelo embarañado que cubría la cara de Zúñiga, vi brillar una sonrisa. Que poco a poco se convirtió en carcajada. “-¡Ja Ja Ja!, ¡Que inocente me saliste Jade!, ¡Ja Ja Ja!”-.

Levante mi brazo en medio de las carcajadas de mi amigo. Vi para mi sorpresa que aquella mano que horas antes me mataba del dolor, no tenia ni la mas mínima muestra de herida, ni siquiera cicatriz alguna. Solo me llamo la atención que una de las cuentas de la pulsera que cargo se volvió oscura.

En medio de mi asombro por aquel milagro un grupo soldados entro corriendo hacia donde estábamos. –“¡Todo empacado mi sargento!”- dijeron a coro y con tono militar todos. –“¡bien!, ¡Rompan filas!”- ordeno Zúñiga aquella comitiva, y mientras lo hacia a trote me comento en muy tono serio:

.-“Alguien me aviso, que aquí era un nido de “ratas” y yo vine con mis hombres a tronarlo” dijo mientras se le escapaba una sonrisa y me guiñaba un ojo. –“una doña nos dio el pitazo”- mencionó señalando a una mujer, que desde momentos atrás había pasado desapercibida. Luego supe que ella me había quitado las amarras aquella vez.

-“Nos dijo que tenía un rehén”- continuo Zúñiga, agregando cada vez mas sarcasmo a cada oración que decía, -“y como ella buena gente le quitó algunas sogas que le apretaban el cuerpo”-, vi a la mujer, y le di las gracias con la mirada, a lo que me respondió con una sonrisa -, “pero no tantas”- dijo con una risa insoportable Zúñiga –“No se fueran a dar cuenta los narquitos estos”- continuó como haciendo un recuento de los hechos. –“pero como necesitábamos ver que había en la boca del lobo, me tuve que meter yo, haber si convenía entrar,.... ¡y si! Miren. Armas y municiones suficientes para pagar la deuda con Juan Hurtado. ¿No creen?, Ja Ja”- concluyó el Sargento Zúñiga contagiando su risa a algunas personas que estaban ahí.

Cuando por fin salí de aquel cuarto, y recorrí el pasillo hacia la salida, me di cuenta que había mas celdas contiguas a la mía, que era la más al fondo, de aquella caverna. Algunas no tenían reja y eran usadas como bodegas. Todo apestaba a yerba verde. El ruido que escuchaba con frecuencia a lo lejos era una cascada que caía justo a un lado de la entrada de la cueva.

Cual sería mi sorpresa que al salir de la cueva y ver esa caída de agua, me di cuenta que estaba cercas de Cempatitlán; lo supe porque a esa cascada llegamos a ir en los días calientes del año. La cascada no estaba ni a tres kilómetros del pueblo. Esa cueva era a la que entraba mi padre, mientras Martín, José y yo dábamos de brincos al agua desde un camichín cercano.

Recuerdo que iba muy seguido a aquel lugar. Pues a mi padre frecuentaba mucho ese lugar. Era algo así como su “otra bodega”. Ya que nos decía, -“métanse al agua y al rato nos vamos, nomás no se acerquen a la cueva”- nos advertía - y se metía con mucha gente, salían más que de la bodega. Pero ahí no se oía nada, pues el ruido del agua, cayendo lo opacaba. Yo pienso que a mi padre le gustaba ir ahí. Y a mi también, Pero yo ya no volví después de que me agarraron.

Lo confiscado por el Sargento Zúñiga fue a dar a los cuartos de “La Siembra Verde”. Y el Coronel que me había estado torturando fue a dar contra su voluntad a la bodega de la hacienda. Saliendo como siempre solo mi padre y una caja de cartón. Me pregunto que hará con tanta gente, me hubiera gustado saciar mi sed de venganza usando la caja con la que salió mi padre de blanco, para practicar tiro. Como las usaba Martín, decía que para que me fuera acostumbrando al ruido. Para mi era lo mismo. No encontraba la diferencia entre las cajas de la bodega y un bote de aluminio.


miércoles, 3 de enero de 2007

El Rescate

Abrí los ojos lentamente. Tragándome el dolor del disparo de mi brazo izquierdo, que manaba gota a gota, mezclado con mí sangre. Pude ver con odio al desgraciado que me había disparado. –“ inche hijo de puta”- le grité con rabia y dolor. Entre la oscuridad y el polvo que flotaba en la atmósfera del lugar, reconocí la figura colosal de “El niño Jacob”; que, a su modo atontado, reía de formada sádica. Con gusto.

-“Ja ha Ja, yo te mate, Ja ha Ja”- dijo con su clásico tono de ido y cruel. Antes de que, un fugaz disparo de metralleta, le diera a media frente. Haciéndole caer como plomo al suelo, con una sonrisa macabra dibujada en el rostro.

Una lluvia de balas acompañó a la primera. El enorme tipo que caía, moviéndose por las balas. Salté con un movimiento rápido al extremo oculto de mi celda para protegerme. Más al caer sobre mi propio brazo herido, lancé un fuerte grito por el dolor insoportable.

Los disparos habían levantado una nube de polvo a una más densa y sombría, por todo el pasillo que corría a un lado de mi celda, y el fuerte olor a cartucho quemado, fastidiaba el aire húmedo que imperaba.

Desde el fondo de mi celda, vi como desde lejos una sombra avanzaba lentamente, desde la entrada del pasillo hasta la celda en la que me encontraba. El malestar en mi brazo cesó, ante el miedo de que fuese el mismo Coronel, el que había matado a su propio mozo. Quizás era tonto, pero me aumentó el terror, saber que venía furioso, matar a El niño Jacob ya era mucho. Mi fin estaba cerca.

-“¿Pensabas que te ibas a escapar?”- me dijo una voz ronca y demoníaca que salía entre la penumbra. La punta brillante de un cuerno de chivo entre las sombras y el polvo me hizo cerrar lo ojos fuertemente dominado por el miedo. Mi aliento quemaba mi boca. La herida de mi brazo sangraba al ritmo de mi pulso cada vez más rápido.

“Aunque tengas mil azules encima jamás tengas miedo Juan Felipe”, me decía Juan Hurtado, mi padre, “Lo peor que te pueden hacer es matarte, y la muerte es el único mal del que nadie se escapa. Así que, ¿Cuál pendiente?”.

“La muerte” dijo una vez Juan Martín ahogado en alcohol, una noche de parranda. “La muerte, mi querido Juan Felipe Jade...nos es otra cosa que tu última salida de escape. Cuando el mundo se te viene encima, que ni el mejor santo o la peor hierba te ayuda. La muerte es tu salida. La última, la última a buscar... Pero una salida al fin. Eso si, nadie escoge como va ser esa puerta, nadie. Lo sabe cuando está a punto de abrirla, ¿pero ya pa´ que le sirve?”

“Pues si” pensé, “¿ya pa´ que me sirve saber que voy a morir a plomazos?”. Resignado a mi suerte. Dominado por el insomnio, el encierro, el hambre y la locura. “De todos modos me va a chingar, he de escoger yo mi propia puerta”, supuse, mientras que con rapidez enrollaba en mi cuello la cadena que me retenía. “He de escoger mi propia puerta. No le daré el puto gusto a nadie”.

-“¡Nooo!”- grito fuertemente una voz conocida. Al notar que quería correr la cadena por mi cuello para ahorcarme. -“¿Qué chingados pensabas hacer cabrón?”-. Al abrir los ojos lentamente, vi la sonrisa bonachona del Sargento Zúñiga en el otro lado de la reja. –“¿No me digas que ibas a quitar el gusto de darte cuello yo mismo?”- dijo entre risas y rompiendo el cerrojo de un tiro.

-“¡Jamas¡”- dije, recuperado por la satisfacción de ver a un amigo de nuevo. -“¿Todo bien cabrón?”- preguntó con tono de preocupación camuflada Zúñiga, mientras quitaba la argolla que apretaba mi muñeca, que me apresaba a aquel lugar.

-“Casí”- contesté, levantando lentamente mi brazo lastimado del cual hacía largo rato no sentía el menor dolor. “¿Hay la chingues?” dijo con tono preocupante el Sargento, -“¿Sabes lo que tienes en el brazo, cabrón?”- habló con un acento cada vez mas asustado. Lenta y profundamente, mientras bajaba poco a poco el rostro hacia el suelo, menciono con preocupación-“Te van a tener que cortar el brazo, buey”-.