domingo, 26 de noviembre de 2006

EL SARGENTO ZUÑIGA

- Mira hijo de la chingada, juré sobre la tumba de mi santa madre que te iba a ser hombre de bien, así, tienes dos opciones, o te quedas con nosotros en la “Siembra Verde” o te vas con mi tío Ramiro a la capital, ¡Pero con los pinches gringos no! ¡Me oíste güey! ¡NO! ¡Antes te pego un plomazo en el lomo, ¿Si me agarras verdad Juan?-

Fue lo último que le oí a mi hermano Martín antes de pelarnos pa´ la capital en busca de respuestas. En el camino a la capital me vino a la mente el sargento Zúñiga, recuerdo que Juan Hurtado, mi padre, me mandaba con los “verdes” a llevarles paquetes, “pa´ que dejen de estar fregando” decía él. Los empaques eran distintos, desde fajos de billetes, hasta extrañas cajas que goteaban con algo extraño y que olían como a la bodega del rancho; recuerdo que al ver esos paquetes los verdes se asustaban, se iban y nunca los volvíamos a ver; había algunos que eran tercos y que por más cajas que les llevé, jamás dieron su brazo a torcer y seguían fregando a mi gente.

Me viene a la memoria uno muy en especial, se llamaba José, pero le decían “Sargento Zúñiga”. Me acuerdo muy bien de él y del día que nos vio desde su helicóptero en “La Loma Ancha”, cortando la hierba pa´ meterla en el camión y llevarla a “La siembra Verde” nuestra hacienda oculta en la sierra. Me acuerdo que su tropa ya tenía semanas rondando la zona buscando nuestro sembradío, y cuando al fin dieron con él, se hicieron los tontos, nada más dándonos vueltas como zopilotes cuando ven carroña, nada más esperando el momento pa´ bajar, con calma sin necesidad de hacer escándalo.

Así con calma llegó el sargento Zúñiga, en su helicóptero, en ese aparatejo ruidoso que nos estuvo zorreando toda la semana, aterrizó en el patio de la hacienda; agarró tierra completamente y de él se bajó un tipo alto, de tez morena, de cabello largo descuidado al igual que la barba y el bigote. Usaba un pantalón de mezclilla rasgado de las rodillas, camisa militar arriscada hasta los codos y desfajada, zapatos de cuero como pa´ trabajar, con las cintas desatadas, y como si esto no lo hiciera bastante extravagante, unos lentes oscuros cubrían en sus ojos unas enormes ojeras de desvelada perpetua.

Llegó y le dijo con voz ronca a Martín, mi hermano, pues fue el primero que halló, -“oye mocoso ¿Quién es el patrón aquí?”-, Martín no conocía a los verdes, así que se puso crispado y llevó al Sargento Zúñiga con Juan, mi padre, el jefe y dueño de “La Siembra Verde”.

Éste al tenerlo en frente lo guió hasta la bodega de la hacienda; desde que recuerdo solo había visto salir a alguien de ahí, a mi padre. Había visto entrar a muchos pero sólo salir a él. Una vez vi meterse a él y a cuatro verdes, escuché muchos ruidos, como si un huracán estuviera dentro, oí tres plomazos, y después lo vi salir con cinco cajas de cartón, que tenía por miles en la bodega, pero como siempre salió únicamente él.

Esta vez fue diferente, este día fue extraño, salieron dos de la bodega: mi padre y el sargento Zúñiga. Después de estar toda la noche encerrados ahí hasta el amanecer los dos solos. Primero salió el sargento Zúñiga y eso me hizo pensar en lo peor, que sólo saldría él, unos instantes después salió mi padre, le dio una bolsa al sargento y se volvió a meter.

“al fin” pensé, después de más de un mes de estarlo esquinando, pa´ que nos dejara de zorrear. Después de que le enviamos desde muchos fajos de billetes hasta varias cajas mojadas y apestosas, no cedía. Hasta el día en que fue a la hacienda y se metió con mi padre en la bodega toda la noche. Él era especial, solo él había salido de la bodega además de mi padre, él era único.

El sargento Zúñiga, tomó la bolsa que le había entregado mi padre, esperó que saliera de la bodega, le quitó la botella de caña que traía en la mano, se subió a su helicóptero y se fue.

Desde entonces volvía cada semana a jugar billar con mi padre y Martín al gran salón de “La Siembra Verde”. Lo que pareció ser un desaparecido mas pa´ los verdes, y la búsqueda de un nuevo campo pa´ sembrar; se convirtió en un gran amigo, y una gran ayuda con los verdes, pues nos daba pitazos cuando andaban peinando haciendas y zorreando el monte, desde entonces el sargento Zúñiga, se convirtió en mi maestro de armas, compañero de mis borracheras y pa´ acabarla un buen amigo, hasta me enseñó a pilotear el helicóptero de él y hasta la avioneta de Martín guardada en el granero pa´ lo viajes rápidos y que necesitaban camuflaje.

Bueno, el caso es que desde ese día conozco al sargento Zúñiga.

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