viernes, 14 de diciembre de 2007

Silencios

Juan Felipe se me quedó mirando con la mirada congelada por un extraño sentimiento. La vergüenza y la rabia se mezclaron de una manera vertiginosa realzando el nocturno color de sus pupilas, mientras que una energía fantasmagórica revivía cual demonio convocado, una pasión guardada en lo profundo de ser de mi hermano.

Sus facciones de burla se volvieron en un instante, muecas de locura y desenfreno. Era un volcán a punto de estallar. Si hubiera sabido que las pasiones maniáticas hacia activar la cruz, jamás habría tocado aquel tema tabú entre nosotros. Pero ya era tarde.

- ¡Yo no lo mate! – Gritó “el jade” con la mayor furia que le he visto a alguien expresar en su vida, y que entre gruñidos rabiosos y suspiros profundos para tomar aliento, seguía gritando ante la mirada absorta de la gente en la plaza de “Pueblo Grande”- ¡Yo no la mate! ¡Fue Mitlante! ¡El lo hizo!- y recuperando el aliento de calma, y una mueca apunto de llanto, dijo - Fue Mitlante, José, fue él, él la maldijo para que cayeron a pedazos,…. para que sufriera, para que se muriera sin remedio-.

-¡Falso!- grite motivado con la rabia que flotaba en ambiente, - ¡yo vi como morían entre tus brazos! ¡Yo la vi con la pinché punta de la cruz clavada en el cuello!- un sentimiento de coraje recorrió de mi cuerpo. Quería matar a Juan Felipe en aquel momento, eran unas ganas abismales que me torturaron desde que vi por coincidencia la muerte de mi madre.

El recuerdo me torturaba en cada instante que lo veía reír, que lo veía enojarse, que lo veía ahí, solo viendo el mundo como si lo importara lo que había hecho. Quería matarlo desde antes, pero no sabía que era ese mi deseo. Al fin había reconocí lo que martirizaba todas la noches con la sensación que tenia algo quehacer. Lo quería matar.

Los deseos asesinos se definieron en mi espalda, y corrieron con la rabia guardada de cada día, hasta mis brazos que querían venganza. Todo este coraje solo me hacia recordar una escena que no nunca olvidaría, pero que siempre era ignorada para no causarme ira.

Era de noche, había ido al pueblo a terminar un negocio grande de la “Siembra Verde” y más que nada a buscar con desenfreno al último doctor que había escapado de la hacienda, dizque por culpa de los malos tratos y la buena paga. Hacia ya dos noches que había huido, pero Zúñiga lo detuvo precisamente en este rancho de “Pueblo Grande”, y usando su amistad y control sobre la verdes locales, no le dejó mover ni un dedo hasta que llegue por él.

-Tu madre no tiene remedio- me dijo cuando lo llevaba de regresó a la hacienda, -va a morir de todos modos, no tengo nada que hacer ahí- dijo y bajó la mirada como viendo los tapetes de la camioneta, bajo sus pies. –Usted la va a salvar o se muere- le grite acercándole mas la veintidós amenazante, motivo por el que me acompañaba – escoja-.

El medico no dijo nada. Solo me miró como dándome el pésame por lo que, según él, no había remedio. – No mastique penas que va poder tragar- me dijo al fin muy serio- lo dos sabemos que va a pasar, no hay que hacernos tarugos-, -cállese- le ordene apuntándole entre sus ojos que reflejaba serenidad, donde veía sin satisfacción el futuro de mi madre.

Hacia tres días que Maria Romero estaba enferma. Era raro, pues “mi jefa” nunca se enfermó de nada, ni cuando todo mundo agonizaba, era ella la buenisana que nos cuidaba a todos. Pero aquella noche fue especial, después de una tarde de puros relámpagos sin ruido, se recostó en el sillón gris de la gran sala de la hacienda para no levantarse.

El doctor le había dicho que no pasaría más de una semana en este mundo, y después se escapo ante las amenazas de todos por no poderle hacer nada. Por eso fui por él a Pueblo Grande, por eso, y por un negocio entre manos, por eso lo traía encaramado contra la pistola para que se acordara de todos sus saberes y hiciera algo, pero nada funcionó.

Llegue a la “Siembra Verde” como alma que lleva el diablo, deje al medico y la carga del negocio en custodia de unos hombres en la sala, y corrí frenético al cuarto de Maria Romero, solo para ver una cama vacía con la sabana en el suelo arrastrada hacia la ventana que daba al jardín.

Estaba enérgico, ido por una inercia que me comía las entrañas, pero esta energía se transformó en coraje cuando lo vi entre los abetos junto a ella. Era Juan Felipe con la cruz de jade entre sus manos chorreantes de sangre, con la punta afilada del símbolo, aun tibia por el líquido rojizo que la recorría. Con un sadismo placentero que se pitaba en sus ojos blancos, idos, y en su sonrisa de satisfacción al tener en una mano, el símbolo de su maldito destino, mientras en la otra, la mujer que le había dado la vida, degollada, respirando con su última fuerza el viento mortuorio que le arrebataba el alma.

Eso había visto aquella tarde, en que relámpagos sin ruido volvieron a pintar la noche, cuando humillado por sus actos y loco de arrepentimiento Juan Felipe desapareció entre las sombras de la sierra, por meses de la “Siembra Verde”, para volver sin recordar donde había estado o con quien, ni siquiera lo que había pasado.

A nadie le dijo aquello, todos olvidaron el hecho al oír en el murmullo, las oraciones un domingo, en honor a un medico que nadie conocía y que había muerto a la ex hacienda Romero, suficiente razón para que nadie comentara nada; y para que, como fiel creyentes y “amigos” de la familia, despidieran en gran funeral a Maria Romero de Hurtado, en Cempatitlán, donde siempre desde aquellos días los rayos de las tormentas emitían enormes truenos semejantes a gritos de dolor perdidos entre la sierra.

Es lo único que me venia a la cabeza, quería matarlo y no sabia como detener aquello, pero cuando alcance la veintidós, que una vez amenazó al menos inocente, para desquitar mi ira al fin. Miré por última vez lo nocturno de su mirada, y mientras recordaba las noches con relámpagos sin ruido; una voz ronca y malévola me detuvo de golpe, era como esta amarrado pero hacia templar de con frió extraño.

Mientras el cielo, que había estado despejado, se cubrió de pronto, por una tormenta muda y negra traída por un viento helado que corría silbando tétrico por los callejones de Pueblo Grande.