jueves, 29 de marzo de 2007

Jade

La sangre de Tonalcolli, del águila del sol, del heredero del trono azteca, corría caliente sobre el filo colérico de aquella negra daga de obsidiana que empuñaba con fuerza su joven hermano, el poseído Coyotec.

- ¡La sangre del águila del sol tiene que caer!- gritó locamente Coyotec, mientras veía a su hermano mayor cubrirse desesperadamente el cuello con las manos, mientras se desangraba a chorros espesos de color malva.

-¡Mi destino, mi reino tiene que nacer entre un lago rojo vivo!- volvió a repetir el chaval fraticida con un tono enloquecido y rabioso, mientras la tenue luz de la luna llena reflejaba en sus ojos una ira incontrolable, que se aumentaba a cada gritó. -¡Cuando el destino llama, la sangre no importa!-.

Tonalcolli miró profundamente a su hermano con aquellos grandes ojos oscuros como la noche, con la última mirada que su vida le prestó para dar. Aquellos agonizantes ojos no expresaban odio ni deseo de venganza, al contrario, eran tranquilos y serenos como el sol mismo naciendo entre los montes. Su rostro maduro y lampiño, levemente tostado por el sol de los años, parecía dar perdón con las facciones.

Tomó el ultimó aliento con una paz jamás vista por los ojos mortales, y con una voz calma, mientras perdía poco a poco las fuerzas y sus brazos caían a los extremos de su lecho de muerte, dijo a manera de susurro penetrante, -si así lo quiere Mitlante, que me reciba orgulloso en su reino. Pero recuerda mis palabras, antes de que el próximo fuego nuevo se consuma, antes de las 52 vueltas solares, antes de esos años y ese tiempo, este reino… – dijo mientras giraba lentamente la mirada por la habitación –será suyo.

Aquellas palabras nacieron desde el mismo soplo que le dio la vida a Tonalcolli y que ahora sucumbía al sueño eterno. El mismo dios de los muertos, Mictlante, que había visto desde el fondo de los ojos de Coyotec, todo aquello. Salió expulsado de golpe del alma del joven principe al oír aquellas palabras, como si un fuerte hechizo lo arrojara de nuevo al mundo mortal.

- “La muerte nos es otra cosa que una salida de escape”- dijo con voz ronca y estimulada por el clímax del momento desde una sombra oscura, que se cuajaba en una figura humanoide ante la brillante claridad del astro de la noche -¡La última!- dijo extasiado con su propio discurso- la última a buscar... ¡Pero una salida al fin!- terminó aquel ser inmortal, con un cuerpo humano totalmente formado, mientras que en su rostro mundano y joven se dibujaba un gesto grotesco y lascivo.

Coyotec sintió que el alma se le despedazaba cuando Mictlante salio disparado fuera de él. Sus ojos, nublados por la roja niebla de la ira del dios del inframundo, brillaron, y su vista se clavo en aquella masacrada y sangrienta escena.

En el lecho del sueño de Tonalcolli, su cuerpo bocarriba sin vida, bañaba de sangre todo el tálamo. De su cuello cortado por el centro aun manaba sin ritmo, una tibia oleada de aquel líquido de expiración. Sus gruesos y fornidos brazos colgaba a los lados del camastro con los puños abiertos, mientras manaba de la punta de sus largos dedos un lento goteo de perlas rojas, que terminaba estrelladandose violentamente en el suelo terroso de la habitación.

Sintió que la vida se le desgarraba, mientras que miraba como el aliento vivo del propio Tonalcolli salía de su cuerpo jalado por Mictlante. -¡Hecho Coyotec!- dijo el dios de la muerte ya materializado en un joven mayor, mientras se retiraba con el alma del águila del sol.

Aquella forma humana que había tomado Mictlante era alta y con un tono de piel amorenado. Su pelo recortado y negro, cual la noche, reflejaba un brillo extraño con la luz lunar, como si la sabía de un árbol lo hubiese alisado en variados y pequeños mechones hacia sus espaldas. Su faz reflejaba una risa sarcástica y maliciosa, que coronaba unas negras cejas pobladas, una capa de vello corto le cubría en mentón y mejillas, una nariz respingada adornaba todo aquello, como cúspide. Sus fornidos brazos, terminaban en unas manos que parecían de monarca, pero con muestras de labor. Era ancho de espaldas y gallardo en movimientos. El gran Mictlante, era ya un poco mortal ahora.

Coyotec miró con odio aquella figura vuelta un joven y le reclamó con coraje -¡Tú desafiaste al destino escrito por los dioses!-, -¡NO!- respondió con una voz desafiante, afinada y grave, Mictlante, -¡Tu desafiaste lo escrito en las estrellas!- contestó alegante el principe.

-Tu reino es mió ahora- dijo en el mismo tono jovial y atrevido Mictlante, mientras con su brazo izquierdo golpeaba su pecho mortal a manera de ademán posesivo –Cuando tu sangre toque el filo verdoso que se te dio la corona, volveré a que pagues tu deuda, mientras… ¡haré de este imperio el mas poderoso de estas tierras!- continuo hablando la deidad con un eco murmullos incomprensibles, mientras caminaba hacia el umbral de la puerta y desaparecía entre un espeso humo gris que se llevaba el viento.

Los temerosos dedos de Coyotec se deslizaron hasta el arma que colgaba de su ensangrentada mano hasta encontrar en la sima punzante de esta, un goteo que caía al suelo desplomándose. Bajo su mirada lentamente hacia aquella extremidad que apretujaba con gran fuerza el arma sádica. Sus manos tensadas por la fuerza aplicada, se movían con dificultad. Pero aun así subió con calma aquel artefacto a la altura de su rostro.

Los primeros rayos matutinos nacían en el horizonte, haciendo brillar, cual perla perdida, la filosa hoja de aquella daga de obsidiana, la cual machada y goteando de la roja y espesante sangre, daba un aspecto de arma de guerra.

Coyotec empuño aquel rejón con ambas manos. Lo situó lineado a su nariz. Cerró los ojos lentamente. Suspiro profundamente. Y saco toda la ira que jamás había expresado. La daga absorbió cual esponja la sangre mezclada con el coraje del joven que la manchaba, y poco a poco comenzó a aclararse hasta quedar transparente y con el mayor filo del cosmos.

-¡Que el rey Coyotec viva!- dijo eufórico y con gritos el joven monarca, mientras que aquella daga al frente de su rostro, brillaba como tea ardiendo, y tomaba a modo de matiz, un tono verdoso como el de la piedra sagrada, mientras Coyotec decía - ¡Mi poder divino… yacerá en esta arma por siempre!, ¡Esta filo será el fin del dios Mictlante!-.

viernes, 23 de marzo de 2007

Mictlante

El emperador volteó con calma y pavor hacia el rostro ensangrentado de su hijo mayor, hacia apenas dieciséis vueltas de la ruedas del tiempo que el muchacho hacia nacido en el mes de la serpiente armada.

Sin embargo, al sentir la delgada mano del chaval apretando con fuerza a su muñeca, la vida de su hijo le pasó en un instante por la miranda, cuando nació, su primer bocado, sus primeros pasos, el ritual de purificación a su vida adulta. Todo pasó deprisa, como corriendo, haciéndole revivir lo que ya sabía. Aquel hombre, tenía las facciones confundidas por el miedo, pero muy dentro de si, sabía que algún día aquello debía de pasar.

-¿Acaso no me esperabas?- dijo una voz ronca tallada por los años desde la cabecera del principe moribundo -¿Tengo que darte la victoria en todas las guerras para llamar la atención, Coyotlatoani?, ¿Acaso del hermano del dios de la guerra no merece una audiencia con el monarca del pueblo preferido por los dioses?, ¿Qué no merezco hablar contigo Coyotlatoani, Señor Coyote?-.

El emperador tembló. Levantó poco a poco los ojos que veían a la mano esforzada del principe, miró hacia la cabellera del muchacho, que manchada con matices rojizos se hallaba alborotada como de guerrero en batalla.

Los ojos del monarca Coyotlatoani miraron fijamente los de su hijo, pero ahí en el centro, donde debería de estar su espíritu, estaba una llamarada de odio. -¿Qué pena debe pagar mi vástago?- gritó como rabia. - ¡Yo soy el del trato contigo!, ¡cóbrate con el que debe el jade, no con quien lo heredada!-

-Mi trato fue sencillo- dijo nuevamente la voz rasposa que salía del pecho del joven como una luz verdosa- tu imperio crecía, tus guerreros llegaban victoriosos de sus batallas con los hombres del mar. Tu a cambio, me dabas un ser mortal para habitar el mundo terreno, ¿lo olvidas acaso?- preguntó la voz con un tono burlesco y sarcástico.

A la memoria del rey Coyotlatoani regresó al día que comenzó su reinado, unos días después de los funerales. Cuando sintió que el mundo se le venia encima. Nuevos pueblos bélicos habían llegado a las fronteras del suyo. Los pueblos sojuzgados por el yugo del las conquistas aztecas, se aliaban para recuperar su libertad. Su propio pueblo exigía paz en el reino. Su padre, el justo rey Ocelote, descendiente del sabio abuelo coyote, había muerto.

Todo aquello no le hubiese causado mayor pena. A el no le correspondía el honor de ser el nuevo monarca. Su hermano mayor ocuparía el trono al final de las ceremonias fúnebres, el se ocuparía de tales problemas.
Su hermano, el honorable Tonalcolli, el águila del sol subiría al trono como le correspondía para recobrar la paz en el imperio, liberaría de tributos a los pueblos del heridos por tanto tiempo, y propondría una alianza para hacer un nuevo reino, regido por varios gobernantes, todo seria en calma otra vez, como en el tiempo mismo de los dioses.

Sin embargo, los dioses mismos, deseaban otra cosa para el imperio. Así en los últimos días del funeral del rey, Mictlante, dios de la muerte y señor del inframundo, rondaba la zona para llevar el aliento de vida del emperador al Tonatila el lugar detrás del sol donde iban los grandes guerreros.

Pero el destino escrito por las estrellas, decía que el siguiente monarca seria Coyotec, el príncipe menor, segundo hijo del rey Ocelote. Un nuevo ciclo brillaba en negra y afilada daga de obsidiana que Mictlante dio a Coyotec.
La sangre del águila del sol tenia que bañar el inicio del reino del Coyote. Los mismos dioses movieron al joven Coyotec hasta la habitación de Tonalcolli, donde su cuello fue presa fácil ante el poderoso filo de aquella piedra sagrada.

Al sentir la frialdad de la obsidiana recorrer su cuello arrancándole la vida, abrió los ojos para ver la penetrante mirada de su hermano, -¿poor queee?- susurró con su ultimo soplo de vida, entre sangre y llanto el heredero al trono azteca.
Coyotec, poseído por el espíritu mismo del dios de los muertos, dijo con una voz ronca, diabólica y temible -Cuando el destino llama la sangre no importa”-.

jueves, 15 de marzo de 2007

Rojo

-“¡Padre, padre!- gritó con susto de pronto entre la penumbra de la madrugara el joven principe desde la alcoba real, en una de las habitaciones que coronaba la gran pirámide azteca. Aun no había nacido el sol entre las entrañas de los montes, el caracol real que marcaba el inicio del día aun no había tocado.

–“! Padre, padre ¡ ! ! Ayúdame que me persiguen! ”- gritó con mayor fuerza y mas angustiante el principe. Los gritos llegaron al cuarto vecino, desde donde Citlalli, la nana del chaval, velaba el sueño del hijo heredero del emperador. –“¿Qué sucede pequeño jaguar?”- pregunto desde su alcoba cariñosamente y entre sueños Citlalli.

-¡Padre! ¡Padre! ¡Me perdiguen padre!- solo gritaba con desperación el principe - ¡Me alcanza padre! -¿Quién te persigue hijo mió?- pregunto ya preocupante Citlalli. Se levanto tan rápido como su viejo cuerpo se lo permitió. Sus pasos cansados avanzaron rápidamente por el pasillo que unía su habitación con la del muchacho.

Llego hasta el lecho en el que el principe dormía. Tomo un trozo de ocote que descansaba en el pórtico de la habitación, y sus manos temblorosas lo encendieron con desperación. La llamarada amarilla iluminó el cuarto. Sus ojos quedaron pasmados ante el espectáculo que veía.

El principe se estremecía violentamente entre sus cobijas manchadas de rojo, gritando como loco a cada momento mas fuerte. -¡Padre! ¡Padre! ¡Me perdiguen ayúdame, que alcanzan!-. Sus orejeras de verde jade estaban bañadas en sangre malva y oscura, al igual que de sus muñecas y rodillas brotaba aquel liquido rojo vivo, que impregnaba del color todo lo que tocaba.

Citlalli soltó un grito escandaloso y desgarrador; cayó al suelo, desmayada por la escena. La tea que sostenía en sus manos fue a rodar a una orilla del cuarto, alumbrando la habitación bañada en un color rojo profundo.

Los gritos cada ves mas fuertes y desperados llegaron a la alcoba real, a oídos del emperador, -“¡Me perdiguen padre! ¡Ayúdame! ¡Padre!”-. El emperador, sentado somnoliento en el lecho de sueño, despertó de golpe ante los gritos de sus hijo.

Salió disparado de la habitación, solo tomando su pesado cetro real de madera al salir. Cruzó el largo pasillo entre ambas habitaciones, aumentando su velocidad a cada grito que, cada vez más tétricos, hacían eco en las paredes de la construcción. –“¡Padre, padre! ¡Me persiguen! ¡Ayúdame que me alcanzan!”-.

El emperador llegó jadeante a la habitación de su hijo. El sol nacía temeroso entre los cerros del horizonte. Los pájaros daban la bienvenida al día con un febril canto matutino. El bullicio de los hombres campiranos que andaban a sus trabajos en los alrededores invadía la madrugada, mezclado con un olor a copal, leña ardiendo y nixtamal.

Al entrar el monarca a la habitación de su primogénito quedó paralizado. Los primeros rayos de sol iluminaron directamente al lecho del joven principe, haciéndole mirar como con movimientos enloquecidos y bañado en sangre gritaba con desperación.

–“¡Padre ayúdame! ¡Me alcanzan! ¡Te veo padre! ¡Te oigo!” -seguía gritando con fuerza- “¡ayúdame!” -con desperación – “¡Padre ayúdame!”-. El emperador paralizado por la escena sangrienta que sus profundos ojos negros veían. Solo pudo contestar con otro grito al mismo tono, - “ !aquí estoy hijo¡ ”-. Se quiso acercarse a su hijo, pero no había avanzado más de tres pasos cuando una poderosa ventisca lo repelió violentamente al umbral de la puerta.

- “¡Diles que ya no la tengo padre!”- gritó entre aquella violencia el joven, -“¡Diles que el la tiene! ¡Diles que se la hurtó Mitlante!-. El monarca al oír el nombre de aquella deidad palideció. “¿Su hijo había quedado maldito por el dios de las tiemblas?” pensó, “¿Acaso en le había robado su aliento de vida mientras dormía?”.

Muchos pensamientos giraban entorno a la mente del emperador, mientras que su hijo se removía enloquecido en su tálamo ensangrentado. Las joyas del cuerpo del joven caían al suelo, una a una, en cada sacudida, en cada gritó.

-“¡Diles que no las tengo padre! ¡Diles que Mitlante se las llevo a su reino!- gritaba con mas desesperación y terror el vástago real. Mientras que su sangre teñía de grana sus ropas y arropajes, y se estremecía. Ya ninguna joya adornaba su cuerpo, todas estaban el suelo bañadas de rojo-malva.

En un instante todo cesó. El principe calló sus desperados gritos y sus violentos movimientos, volviendo a su posición de sueño como si nada hubiese ocurrido, pero sus muñecas, pómulos de orejas y rodillas aun manaban, aunque con mas calma, su sangre.

El emperador sintió un frió viento nacía desde atrás de sus espaldas, le atravesaba por dentro con fuerza para llevarlo con él. La helada ventisca llegó hasta el punto que el no pudo, lucho contra aquella muralla invisible que cubría al principe, y la venció. Y al tocar el lecho del joven, lo envolvió en un remolino enverdecido, teñido de rojo.

El viento paro. Miró con terror a su hijo ensangrentado, aun sangrando. Con lágrimas en los ojos. Con su cabellera oscura revuelta. Gimiendo de miedo. Trató de acercársele, pues ahora se hallaba recostado boca arriba, aun sin abrir los ojos, trataba de recobrar la respiración.

Se acercó calma. El principe se tranquilizó al sentir la presencia de su padre. Solo un pequeño resplandor verdoso, brillaba tras su camisa. El emperador pasó la mano cariñosamente por su frente, pintándosela con el color de su sangre.

Al instante, sintió que le ardía la palma como si la tuviese al fuego vivo, le quemaba con ira aquella sangre enegrecida como si estuviera quemándose sobre su propio cuerpo. Sintió ganas de huir.

Antes de que pudiese consumarlas, sintió como le tomaba el brazo con una fuerza descomunal, una mano fría y terrorífica, provocándole escalofríos por el cuerpo. Sintió que veía a la muerte de cerca. Cerró los ojos. Suspiró profundamente. Volteó con calma hacia el final de su brazo. Ahí estaba.