jueves, 15 de marzo de 2007

Rojo

-“¡Padre, padre!- gritó con susto de pronto entre la penumbra de la madrugara el joven principe desde la alcoba real, en una de las habitaciones que coronaba la gran pirámide azteca. Aun no había nacido el sol entre las entrañas de los montes, el caracol real que marcaba el inicio del día aun no había tocado.

–“! Padre, padre ¡ ! ! Ayúdame que me persiguen! ”- gritó con mayor fuerza y mas angustiante el principe. Los gritos llegaron al cuarto vecino, desde donde Citlalli, la nana del chaval, velaba el sueño del hijo heredero del emperador. –“¿Qué sucede pequeño jaguar?”- pregunto desde su alcoba cariñosamente y entre sueños Citlalli.

-¡Padre! ¡Padre! ¡Me perdiguen padre!- solo gritaba con desperación el principe - ¡Me alcanza padre! -¿Quién te persigue hijo mió?- pregunto ya preocupante Citlalli. Se levanto tan rápido como su viejo cuerpo se lo permitió. Sus pasos cansados avanzaron rápidamente por el pasillo que unía su habitación con la del muchacho.

Llego hasta el lecho en el que el principe dormía. Tomo un trozo de ocote que descansaba en el pórtico de la habitación, y sus manos temblorosas lo encendieron con desperación. La llamarada amarilla iluminó el cuarto. Sus ojos quedaron pasmados ante el espectáculo que veía.

El principe se estremecía violentamente entre sus cobijas manchadas de rojo, gritando como loco a cada momento mas fuerte. -¡Padre! ¡Padre! ¡Me perdiguen ayúdame, que alcanzan!-. Sus orejeras de verde jade estaban bañadas en sangre malva y oscura, al igual que de sus muñecas y rodillas brotaba aquel liquido rojo vivo, que impregnaba del color todo lo que tocaba.

Citlalli soltó un grito escandaloso y desgarrador; cayó al suelo, desmayada por la escena. La tea que sostenía en sus manos fue a rodar a una orilla del cuarto, alumbrando la habitación bañada en un color rojo profundo.

Los gritos cada ves mas fuertes y desperados llegaron a la alcoba real, a oídos del emperador, -“¡Me perdiguen padre! ¡Ayúdame! ¡Padre!”-. El emperador, sentado somnoliento en el lecho de sueño, despertó de golpe ante los gritos de sus hijo.

Salió disparado de la habitación, solo tomando su pesado cetro real de madera al salir. Cruzó el largo pasillo entre ambas habitaciones, aumentando su velocidad a cada grito que, cada vez más tétricos, hacían eco en las paredes de la construcción. –“¡Padre, padre! ¡Me persiguen! ¡Ayúdame que me alcanzan!”-.

El emperador llegó jadeante a la habitación de su hijo. El sol nacía temeroso entre los cerros del horizonte. Los pájaros daban la bienvenida al día con un febril canto matutino. El bullicio de los hombres campiranos que andaban a sus trabajos en los alrededores invadía la madrugada, mezclado con un olor a copal, leña ardiendo y nixtamal.

Al entrar el monarca a la habitación de su primogénito quedó paralizado. Los primeros rayos de sol iluminaron directamente al lecho del joven principe, haciéndole mirar como con movimientos enloquecidos y bañado en sangre gritaba con desperación.

–“¡Padre ayúdame! ¡Me alcanzan! ¡Te veo padre! ¡Te oigo!” -seguía gritando con fuerza- “¡ayúdame!” -con desperación – “¡Padre ayúdame!”-. El emperador paralizado por la escena sangrienta que sus profundos ojos negros veían. Solo pudo contestar con otro grito al mismo tono, - “ !aquí estoy hijo¡ ”-. Se quiso acercarse a su hijo, pero no había avanzado más de tres pasos cuando una poderosa ventisca lo repelió violentamente al umbral de la puerta.

- “¡Diles que ya no la tengo padre!”- gritó entre aquella violencia el joven, -“¡Diles que el la tiene! ¡Diles que se la hurtó Mitlante!-. El monarca al oír el nombre de aquella deidad palideció. “¿Su hijo había quedado maldito por el dios de las tiemblas?” pensó, “¿Acaso en le había robado su aliento de vida mientras dormía?”.

Muchos pensamientos giraban entorno a la mente del emperador, mientras que su hijo se removía enloquecido en su tálamo ensangrentado. Las joyas del cuerpo del joven caían al suelo, una a una, en cada sacudida, en cada gritó.

-“¡Diles que no las tengo padre! ¡Diles que Mitlante se las llevo a su reino!- gritaba con mas desesperación y terror el vástago real. Mientras que su sangre teñía de grana sus ropas y arropajes, y se estremecía. Ya ninguna joya adornaba su cuerpo, todas estaban el suelo bañadas de rojo-malva.

En un instante todo cesó. El principe calló sus desperados gritos y sus violentos movimientos, volviendo a su posición de sueño como si nada hubiese ocurrido, pero sus muñecas, pómulos de orejas y rodillas aun manaban, aunque con mas calma, su sangre.

El emperador sintió un frió viento nacía desde atrás de sus espaldas, le atravesaba por dentro con fuerza para llevarlo con él. La helada ventisca llegó hasta el punto que el no pudo, lucho contra aquella muralla invisible que cubría al principe, y la venció. Y al tocar el lecho del joven, lo envolvió en un remolino enverdecido, teñido de rojo.

El viento paro. Miró con terror a su hijo ensangrentado, aun sangrando. Con lágrimas en los ojos. Con su cabellera oscura revuelta. Gimiendo de miedo. Trató de acercársele, pues ahora se hallaba recostado boca arriba, aun sin abrir los ojos, trataba de recobrar la respiración.

Se acercó calma. El principe se tranquilizó al sentir la presencia de su padre. Solo un pequeño resplandor verdoso, brillaba tras su camisa. El emperador pasó la mano cariñosamente por su frente, pintándosela con el color de su sangre.

Al instante, sintió que le ardía la palma como si la tuviese al fuego vivo, le quemaba con ira aquella sangre enegrecida como si estuviera quemándose sobre su propio cuerpo. Sintió ganas de huir.

Antes de que pudiese consumarlas, sintió como le tomaba el brazo con una fuerza descomunal, una mano fría y terrorífica, provocándole escalofríos por el cuerpo. Sintió que veía a la muerte de cerca. Cerró los ojos. Suspiró profundamente. Volteó con calma hacia el final de su brazo. Ahí estaba.

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