martes, 26 de diciembre de 2006

La Prisión


Cuando desperté de la tremenda golpiza que me propiciaron, me sentí nuevamente en la celda húmeda en la que había estado. Esta vez sin soga alguna, pero amarrado de mi mano derecha con una fuerte cadena a una argolla de piedra que salía de la pared. La piedra era alargada y hueca, por lo que podía moverme de un lado al otro de mi prisión. Desde la reja de hierro que tenía como puerta hasta el montón de heno que estaba al fondo del cuarto.

Al asomarme por el enrejado vi que había mucha gente moviéndose por un largo pasillo que corría al par con la puerta, y que acababa en una puerta vieja de madera. A lo lejos se oía, poniendo atención, una caída de agua.

-“¡Metete muchacho! Que ahí viene el patrón con “el niño” Jacob”- me dijo con una voz ronca y modorra, un hombre que sentado a un lado de la entrada de mi puerta, había pasado desapercibido para mi; más aún, así había estado viendo todo cuanto hacía. - “¡Metete!” - volvió insistir, mientras que se paraba, acomodando sus largos cabellos canos debajo de su desgastado sombrero de paja.

Su rostro oculto tras un amplio sombrero deshilachado por el tiempo, soltó un aire de impaciencia. Finalmente me dijo con una voz amenazante –“¡¡metete, he dicho!! , el patrón está muy enojado por el fregadazo que le plantaste, así que metete si no quieres una “peor” que la de ayer.

“Esta vez viene con él “El niño Jacob”, un monstruote que con solo una mano te rompe todos los huesos, así que más vale que te metas”-. Dijo el hombre, mientras se sacudía la tierra del viejo pantalón de mezclilla que traía puesto.

A regañadientes me arrinconé al otro extremo de la celda. Pensando que tal vez el rechinido de la cadena que corría por la oreja me daría problemas con el tal Coronel y su “Niño Jacob”. Tan pronto llegué al montón de heno, me tiré encima de él, para fingir estar descansando.

Al llegar el Coronel me dio una rabia como para morirme. Suficiente para tumbar la puerta de metal y matarlo. Sin embargo al verlo llegar con un tipo enorme, moreno como el carbón, con fachas de costeño y con una larga cara de tonto. Se templó mi sed de venganza. Algo me decía que él, era “El niño Jacob”.

-“Méndigo muchacho, tan desgraciado como su padre”- me dijo el coronel, mientras que con un barrote hacía vibrar toda la reja, -“Mientras no te comportes”- continuó con tono de burla y coraje - “te va a cuidar “El niño Jacob””- hablaba mientras señalaba al tipo que venía con él, mientras sonreía torpemente y con malicia.

-“Y, ya que este pobre borrasca, no me sirvió para nada” - dijo el Coronel señalando al tipo que medio dormía en la silla, -“Lo voy a mandar a la chingada, por güevon y desvergonzado” - mientras que sus dedos señalaron al tipo. Y como guiado cual control remoto, “El niño Jacob”, tomó al tipo de la espalda de la camisa y del pantalón, y se lo llevó como si pesara una pluma.

Mientras lo cargaba al extremo del pasillo, que no alcanzaba a ver, su actitud media dormida, me dio la impresión de algo familiar en aquel hombre. Con esa idea y el cuerpo aun adolorido, me recosté en una esquina y quedé profundamente dormido.

No supe cuanto dormí. Me despertó el escándalo, un tiroteo que hacia eco en las paredes de la cueva. Un muchacho como de mi edad pasó corriendo por el pasillo que daba a mi celda,- “¡¡¡Corrélee Jaacoobb!!! Nos encontraron los verdes”- dijo con desesperación el joven a mi custodio dándole un rifle M-14 modificado para que fuese automático, o como dijera mi padre “pa´ matar mas rápido”. El tipo tomó el arma y dando toscos movimientos salió de ahí junto con el joven.

Después de un largo rato de silencio, tanto que oía el agua a lo lejos, hacer eco en la cueva. De repente, un grupo de hombres, gatos todos de El Coronel; entraron corriendo y en cuanto me vieron me apuntaron. “Como si me fuera a ir” pensé en ese momento. Simplemente levanté mis manos hasta donde me permitía la cadena.

Estaba a punto de recordarles a todos a su santa madre. Cuando aquel sonido tan familiar, de la tuerca que mueve a el gatillo de un arma, sonó me hizo callar. El primer disparo reboto en una reja, dándome en un brazo. Intente levantarlo, no pude.

El calor del tiro había dormido mi mano.

martes, 5 de diciembre de 2006

Encerrado

-“Pa´ que no se vayan a la buena de dios”- me dijo con una voz ruda y fraternal el sargento Zúñiga, dándome una bolsa de viaje con varias fajas de billetes. El día que no su fugamos de “La Siembra Verde” y llegamos con él para que nos echará la mano, -“hay en la capital tengo un cuarto, no es “La Siembra Verde”, pero es algo. Hay pueden pasar la noche en su camino pa´l norte. Oigan.... ¿y en serio van a dejar a Martín solo en la hacienda?”- dijo aun poco incrédulo. -“¡si!”- conteste de inmediato mientras movía la cabeza de arriba a abajo. – “yo no los juzgo”- dijo mientras yo la abría y veía el interior- “Las llaves del cuarto están en la mochila, junto con las de “la sheriff,”- ,- “¡su camioneta!,...bueno” pensé. “Hay se la dejan a la vecina cuando se vayan”- dijo en tono de despedida. –“Gracias por todo, acuérdate nomás de no decirle nada a Martín de donde andamos”-le dijo José Juan despidiéndose de el saludándolo de mano para culminar con un cordial abrazo. –“un militar siempre cumple su palabra”- dijo Zúñiga poniéndose en pose de saludo, con la mano en la frente.

Parecía extraño pero era cierto, siempre había cumplido su palabra; recuerdo el día que me enseño a usar el helicóptero, poco tiempo después de que mi padre se fuera. A medio despegue me dijo –“tu no te preocupes, siempre voy a estar pa´ ayudarte.”- y llevando su mano a la frente continúo con su clásico juramento–“palabra de militar”-. Eran ciertas sus palabras. Siempre estuvo ahí.

Cuando aun estaba mi padre, le lleve un paquete a un verde. Estuvo más de un mes zorreando el cerro, nada más haciéndose el tonto, circulando los terrenos de “La Siembra Verde”. Ese día le lleve un fajo de billetes para que se aplacara. Pero este fue más listo que el resto al que habíamos estado sobornando antes. Tan pronto le ofrecí mi bolsa y vio su contenido, me tomo fuertemente del cuello de la camisa, antes de que lograra irme.

Con voz de furia sarcástica me dijo–“¡mira muchacho desgraciado!,¡ni voy a ceder a tus tonterías!”- dijo arrojándome en la cara el dinero que lo sacaba del paquete, -“¡ni voy a dejar que me sigan chingando!. Así que mientras tu padre no me de lo que me pertenece, yo no te dejo ir,”- y con ese tono de sarcasmo puro que lo caracterizó me cuestionó “-¿Verdad que si me entiendes desgraciado?”- con los nervios apoderados de mi garganta le conteste tartamudeando –“sisiiiisi lo aaagaaarro, seseñor”-. En ese momento, un fuerte golpe en la nuca, me hizo perder el sentido.

Cuando desperté estaba atado de pies y manos, con un trapo en la boca. Me tarde un rato en saber donde estaba ya que era un lugar muy oscuro y desconocido para mí. En cuento mis ojos se acomodaron a la oscuridad, me di cuenta que era una cueva que goteaba agua por todos lados. El lugar parecía más bien un establo para animales que una cárcel; pues tenía mucho heno y una pila donde se reunía agua que caía desde el techo. En la pared de la celda sobresalía una pierda hueca, con una oreja para amarrar riendas de bestias.

No recuerdo cuanto tiempo estuve ahí, solo que después de un tiempo mi cuerpo no pudo con el hambre y me quede dormido de un rato para otro como si la fuerza me faltara. Entre sueño oí a una mujeres que hablaban afuera de mi prisión. De repente abrió la puerta; yo quería salir corriendo, pero tan cansado que tan solo de pensarlo mi cuerpo durmió otras ves. Sentía como me quitaba la mordaza de la boca y la soga de las manos. Las de los pies me las dejo, no se por que, si después me las pude quitar yo solo, pero me las dejaron.

En días concretos no supe cuanto estuve ido, pero me despertó una vara dura de palo espinado que golpeaba con rabia mi cansada espalda. –“¡Levántate hijo de tu desgraciada madre!”- me grito una voz demoníaco enojo. Otro varazo en el lomo, me hizo recordar en que lugar me encontraba. –“¡aaahh!”- me queje susurrantemente por el dolor sentido al despegar la vara, que me había quedado adherida a la piel de la espalda por las espinas que tenía el madero con el que me golpeaba

Como pude me levante, y vi para mi desgracia que el tipo que me golpeaba era el coronel que me había tomado como rehén. –“mira muchacho, tu padre no me quiere dar la cruz de jade”- dijo con su clásico tono de enojo y la vara ensangrentada en la mano, -“así que yo no te devuelvo”-. Otro varazo esta vez en la rodilla, me hizo caer al suelo. Sentí rabia. Quería golpearlo hasta verlo muerto en el suelo. Mi enojo se reunió en mi puño izquierdo, donde aun conservaba mi pulsera de jade, junto con toda la fuerza que tenía; más cuando lo quise usar sabiendo de antemano que no le causaría daño si no mas rabia. Fue tan tremenda mi fuerza fusionada con mi enojo que el coronel cayó al suelo ante el impacto provisto.

Más como estaba débil solo di unos pasos y caí al suelo nuevamente, disfrutando en mis adentros ver sangrar al coronel en el suelo. Ya caído oí cercas un gran chorro de agua, como una cascada; más no me duro mucho el gusto, pues una sarta de patadas en las costillas me hizo perder el conocimiento y la sensación de mi pecho. No se por que, pero antes de quedarme dormido me vinieron a la mente las palabras prometedoras del Sargento Zúñiga, “palabra de militar, siempre estaré ahí”.

domingo, 26 de noviembre de 2006

EL SARGENTO ZUÑIGA

- Mira hijo de la chingada, juré sobre la tumba de mi santa madre que te iba a ser hombre de bien, así, tienes dos opciones, o te quedas con nosotros en la “Siembra Verde” o te vas con mi tío Ramiro a la capital, ¡Pero con los pinches gringos no! ¡Me oíste güey! ¡NO! ¡Antes te pego un plomazo en el lomo, ¿Si me agarras verdad Juan?-

Fue lo último que le oí a mi hermano Martín antes de pelarnos pa´ la capital en busca de respuestas. En el camino a la capital me vino a la mente el sargento Zúñiga, recuerdo que Juan Hurtado, mi padre, me mandaba con los “verdes” a llevarles paquetes, “pa´ que dejen de estar fregando” decía él. Los empaques eran distintos, desde fajos de billetes, hasta extrañas cajas que goteaban con algo extraño y que olían como a la bodega del rancho; recuerdo que al ver esos paquetes los verdes se asustaban, se iban y nunca los volvíamos a ver; había algunos que eran tercos y que por más cajas que les llevé, jamás dieron su brazo a torcer y seguían fregando a mi gente.

Me viene a la memoria uno muy en especial, se llamaba José, pero le decían “Sargento Zúñiga”. Me acuerdo muy bien de él y del día que nos vio desde su helicóptero en “La Loma Ancha”, cortando la hierba pa´ meterla en el camión y llevarla a “La siembra Verde” nuestra hacienda oculta en la sierra. Me acuerdo que su tropa ya tenía semanas rondando la zona buscando nuestro sembradío, y cuando al fin dieron con él, se hicieron los tontos, nada más dándonos vueltas como zopilotes cuando ven carroña, nada más esperando el momento pa´ bajar, con calma sin necesidad de hacer escándalo.

Así con calma llegó el sargento Zúñiga, en su helicóptero, en ese aparatejo ruidoso que nos estuvo zorreando toda la semana, aterrizó en el patio de la hacienda; agarró tierra completamente y de él se bajó un tipo alto, de tez morena, de cabello largo descuidado al igual que la barba y el bigote. Usaba un pantalón de mezclilla rasgado de las rodillas, camisa militar arriscada hasta los codos y desfajada, zapatos de cuero como pa´ trabajar, con las cintas desatadas, y como si esto no lo hiciera bastante extravagante, unos lentes oscuros cubrían en sus ojos unas enormes ojeras de desvelada perpetua.

Llegó y le dijo con voz ronca a Martín, mi hermano, pues fue el primero que halló, -“oye mocoso ¿Quién es el patrón aquí?”-, Martín no conocía a los verdes, así que se puso crispado y llevó al Sargento Zúñiga con Juan, mi padre, el jefe y dueño de “La Siembra Verde”.

Éste al tenerlo en frente lo guió hasta la bodega de la hacienda; desde que recuerdo solo había visto salir a alguien de ahí, a mi padre. Había visto entrar a muchos pero sólo salir a él. Una vez vi meterse a él y a cuatro verdes, escuché muchos ruidos, como si un huracán estuviera dentro, oí tres plomazos, y después lo vi salir con cinco cajas de cartón, que tenía por miles en la bodega, pero como siempre salió únicamente él.

Esta vez fue diferente, este día fue extraño, salieron dos de la bodega: mi padre y el sargento Zúñiga. Después de estar toda la noche encerrados ahí hasta el amanecer los dos solos. Primero salió el sargento Zúñiga y eso me hizo pensar en lo peor, que sólo saldría él, unos instantes después salió mi padre, le dio una bolsa al sargento y se volvió a meter.

“al fin” pensé, después de más de un mes de estarlo esquinando, pa´ que nos dejara de zorrear. Después de que le enviamos desde muchos fajos de billetes hasta varias cajas mojadas y apestosas, no cedía. Hasta el día en que fue a la hacienda y se metió con mi padre en la bodega toda la noche. Él era especial, solo él había salido de la bodega además de mi padre, él era único.

El sargento Zúñiga, tomó la bolsa que le había entregado mi padre, esperó que saliera de la bodega, le quitó la botella de caña que traía en la mano, se subió a su helicóptero y se fue.

Desde entonces volvía cada semana a jugar billar con mi padre y Martín al gran salón de “La Siembra Verde”. Lo que pareció ser un desaparecido mas pa´ los verdes, y la búsqueda de un nuevo campo pa´ sembrar; se convirtió en un gran amigo, y una gran ayuda con los verdes, pues nos daba pitazos cuando andaban peinando haciendas y zorreando el monte, desde entonces el sargento Zúñiga, se convirtió en mi maestro de armas, compañero de mis borracheras y pa´ acabarla un buen amigo, hasta me enseñó a pilotear el helicóptero de él y hasta la avioneta de Martín guardada en el granero pa´ lo viajes rápidos y que necesitaban camuflaje.

Bueno, el caso es que desde ese día conozco al sargento Zúñiga.

martes, 21 de noviembre de 2006

Marcado por la muerte

-“Este niño tuyo es especial” le dijo la partera a mi madre con voz de susurro y misterio el día en que vine al mundo, “esta marcado por la muerte”. Continuo con el mismo tono, “a él le pertenece la cruz de jade”. “¡jamás!” grito mi madre tomándome entre brazos y saliendo de ahí corriendo.

Un día común nací entre la sierra. “el día de la muerte” dijo Xochilcital, la Nahual del pueblo. La mañana que fui a preguntarle sobre mi futuro, ella me dijo “El dios Mitlante te llama, el inframundo es su reino y tú su guerrero en éste mundo, un quetzal me cantó al oído el futuro de tu grandeza” con voz de ultratumba y arrojando una piedra al centro de la fogata que teníamos en medio de ambos dijo, “eres el elegido de la muerte, los Bacabs que sostienen el cielo en los cuatro puntos del mundo te levantara a la morada de Quetzalcoatl”. “¿Qué es eso de la cruz de jade?”- le pregunte con curiosidad, ya que un día mi hermano José enojado me grito “¡mi madre te consiente demasiado! ! Te cuida como si deberás te fuera a tomar la cruz de jade ¡”.

Yo era muy chico así que no supe que me quería decir, mas a lo largo de mi vida seguí escuchando entre silencio y murmullos esas palabras “cruz de jade” como ocultas “cruz de jade”, como hipnotizantes “cruz de jade”. Como llamándome “cruz de Jade”.

“¿Qué es la cruz de jade?” la volví a interrogar con cada vez mas curiosidad. “Es un amuleto” me dijo ella, pasándose su negro y largo pelo detrás de la oreja con sus dedos, “es una joya y te pertenece, pero hay algo muy importante de la cruz que debes saber, nunca....” en ese momento mi madre enojada tumbo la puerta de la choza de Xochilcital, me tomo bruscamente de los cabellos y me saco de ahí.

Pues este soy yo Juan Felipe Hurtado Romero, hijo de Juan Hurtado y María Romero. Nací un 2 de noviembre en San Andrés Cempatitlán, “la tierra de los muertos”. Desde que tengo fuerza y uso de razón trabajo en “La Siembra Verde”, la ex hacienda Romero, dotada de mis abuelos a mi padre el día que se caso con su hija María Romero, mi madre.

“La Siembra Verde” esta a unos kilómetros de Cempatitlán. Más escondida en la sierra que el pueblo mismo, cerca del cerro del “Troncon Seco”. Con sus plantíos regados por todos los cerros de alrededor y camuflados con la vegetación local. Siembras variadas desde altas y hermosas rosas rojas, blancas y púrpuras, hasta matas verdes de mi estatura con flores rojas que había cerca de “el cerro mojado”. Ese es el cultivo de “La Siembra Verde”, este soy yo. Vivo aquí en Cempatitlán desde que tengo memoria.

Hace como dos años, una noche brumosa y negra como la boca de un lobo, me cito Xochilcital a su jacal. Poniendo una argolla hecha de piedras de Jade en mi muñeca izquierda, me dijo con un tono profundo y misterioso – “esto te protegerá mientras el amuleto no te llame”- con miedo y felicidad lo acepte. -“hasta que tu destino deje de estar sellado en el nombre de tu ser”-continuo con su mismo tono de ultratumba -“y la cruz de jade te rechace y te maldiga, tu espíritu deje de servirle al Dios Mitlante, y el inframundo te llame. Me veraz una ciclo de luna antes de que ocurra”- y desapareció entre una nube de polvo y humo de copal. Salí de hay con el miedo rondándome el alma, pero feliz. Me fui directo a la plaza del pueblo a presumir mi pulsera de piedras verdes; desde aquel día por presumido me llaman “el jade”. Juan Felipe “el jade”. Que ironía.

Algunos meses después de que me dieran mi pulsera y la Nahual desapareciera, empezaron a pasar cosas raras. Mi padre Juan Hurtado se fue pa´l norte sin razón alguna. Una tarde llego con la cara de susto como si el mismo demonio se le hubiese aparecido entre la sierra, traía el caballo mas fuerte y veloz que teníamos“El Negro”. Mas esta vez la prisa de mi padre pudo como el vigor de “El Negro” pues venia jadeando de lo cansado que había sido la reventada que la había puesto.

Al llegar mi padre a la “Siembra Verde”, se bajo del caballo y corrió como alma que lleva el diablo a su cuarto. Tomó unos cambios de ropa, los guardo en una de las del par de viejas maletas, que le habían regalado hace como veinte años una navidad mis abuelos, y se fue. Solo grito tartamudeando en su loca carrera hacia Cempatitlán, -“¡me...me voooy pa´l Norte, a a a a pro...Probar suerte!”-. Se fue en la camioneta Azul que acabamos de comprar hacia una semana en la capital, la tomo y se alejo entre una nube de polvo y desesperación.

Después supimos que habían encontrado la camioneta dentro de un arroyo cerca de la frontera. Fue encontrada con la cabina aplastada, los vidrios hechos polvo, y el cofre destrozado a balazos, y una mano humana con el anillo de oro de mi padre en la guantera; fue lo último que supimos de él.

Al saberlo Jorge, mi hermano el más grande, enloqueció y gritando con rabia dijo – “Juan no esta muerto”- y se largo a la frontera de la misma forma que lo había echo mi padre semanas atrás. Solamente quedamos en “La Siembra Verde”; Martín, José Juan, mi madre María y yo Juan Felipe, que nos hacemos cargo de ella, de tratar con compradores de hierba tranzas y con “verdes” federales tercos que zorrean el cerro a cada rato buscando nuestros plantíos. Como si fueran algo malo.