miércoles, 10 de enero de 2007

Detrás de la cascada

-“He dicho que te van a tener que cortar el brazo Juan Felipe”- me repitió el Sargento Zúñiga después de liberar mis ataduras en aquella prisión. -“¡¿Qué?!”- pregunte asustado.

Mi preocupación desapareció cuando, entre el largo pelo embarañado que cubría la cara de Zúñiga, vi brillar una sonrisa. Que poco a poco se convirtió en carcajada. “-¡Ja Ja Ja!, ¡Que inocente me saliste Jade!, ¡Ja Ja Ja!”-.

Levante mi brazo en medio de las carcajadas de mi amigo. Vi para mi sorpresa que aquella mano que horas antes me mataba del dolor, no tenia ni la mas mínima muestra de herida, ni siquiera cicatriz alguna. Solo me llamo la atención que una de las cuentas de la pulsera que cargo se volvió oscura.

En medio de mi asombro por aquel milagro un grupo soldados entro corriendo hacia donde estábamos. –“¡Todo empacado mi sargento!”- dijeron a coro y con tono militar todos. –“¡bien!, ¡Rompan filas!”- ordeno Zúñiga aquella comitiva, y mientras lo hacia a trote me comento en muy tono serio:

.-“Alguien me aviso, que aquí era un nido de “ratas” y yo vine con mis hombres a tronarlo” dijo mientras se le escapaba una sonrisa y me guiñaba un ojo. –“una doña nos dio el pitazo”- mencionó señalando a una mujer, que desde momentos atrás había pasado desapercibida. Luego supe que ella me había quitado las amarras aquella vez.

-“Nos dijo que tenía un rehén”- continuo Zúñiga, agregando cada vez mas sarcasmo a cada oración que decía, -“y como ella buena gente le quitó algunas sogas que le apretaban el cuerpo”-, vi a la mujer, y le di las gracias con la mirada, a lo que me respondió con una sonrisa -, “pero no tantas”- dijo con una risa insoportable Zúñiga –“No se fueran a dar cuenta los narquitos estos”- continuó como haciendo un recuento de los hechos. –“pero como necesitábamos ver que había en la boca del lobo, me tuve que meter yo, haber si convenía entrar,.... ¡y si! Miren. Armas y municiones suficientes para pagar la deuda con Juan Hurtado. ¿No creen?, Ja Ja”- concluyó el Sargento Zúñiga contagiando su risa a algunas personas que estaban ahí.

Cuando por fin salí de aquel cuarto, y recorrí el pasillo hacia la salida, me di cuenta que había mas celdas contiguas a la mía, que era la más al fondo, de aquella caverna. Algunas no tenían reja y eran usadas como bodegas. Todo apestaba a yerba verde. El ruido que escuchaba con frecuencia a lo lejos era una cascada que caía justo a un lado de la entrada de la cueva.

Cual sería mi sorpresa que al salir de la cueva y ver esa caída de agua, me di cuenta que estaba cercas de Cempatitlán; lo supe porque a esa cascada llegamos a ir en los días calientes del año. La cascada no estaba ni a tres kilómetros del pueblo. Esa cueva era a la que entraba mi padre, mientras Martín, José y yo dábamos de brincos al agua desde un camichín cercano.

Recuerdo que iba muy seguido a aquel lugar. Pues a mi padre frecuentaba mucho ese lugar. Era algo así como su “otra bodega”. Ya que nos decía, -“métanse al agua y al rato nos vamos, nomás no se acerquen a la cueva”- nos advertía - y se metía con mucha gente, salían más que de la bodega. Pero ahí no se oía nada, pues el ruido del agua, cayendo lo opacaba. Yo pienso que a mi padre le gustaba ir ahí. Y a mi también, Pero yo ya no volví después de que me agarraron.

Lo confiscado por el Sargento Zúñiga fue a dar a los cuartos de “La Siembra Verde”. Y el Coronel que me había estado torturando fue a dar contra su voluntad a la bodega de la hacienda. Saliendo como siempre solo mi padre y una caja de cartón. Me pregunto que hará con tanta gente, me hubiera gustado saciar mi sed de venganza usando la caja con la que salió mi padre de blanco, para practicar tiro. Como las usaba Martín, decía que para que me fuera acostumbrando al ruido. Para mi era lo mismo. No encontraba la diferencia entre las cajas de la bodega y un bote de aluminio.


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